CARTA
EXCLAUSTRADA DECIMOSÉPTIMA
o
DE UN AFORTUNADO QUE MURIÓ DE PESTE
Miércoles, 1 de Abril.
Estos días hay quien aprovecha para comentar lecturas o relecturas de La Peste de Camus. Yo no puedo. Tengo mi biblioteca bien ordenada. Por un lado literatura, por otro ensayo. La parte de literatura, a su vez, ordenada por la lengua en que el libro fue escrito y, dentro de cada lengua, por fecha de escritura. Este sistema crea problemas, como cualquier otro, así que lo empleo con flexibilidad. En todo caso es el que a mí me sirve.
Voy a la sección francesa, primera mitad del XX, y veo
varias cosas de Camus, la mayor parte traducidas, alguna en francés,
pero no La Peste. Vete a saber dónde quedó.
Así
que no comentaré nada de La Peste de Camus, pero sí de otro libro
que me parece tanto o más oportuno y que, si no me equivoco, no ha
sido citado, en este contexto de pandemia y confinamiento, estos días
en redes. Quizá porque su autor fue un castellano discreto. Y sin
Nobel.
La
novela que quiero comentar es “El Hereje”, de Miguel Delibes. Yo
lo leí hace un par de veranos, de modo que tengo el recuerdo aún
fresco. Además, este mismo invierno he visitado con mis hijos
Valladolid, escenario de la novela. Por razones que al final se
descubrirán, me empeñé en visitar los lugares que la ciudad
conserva del primer tercio del siglo XVI – que no son muchos, en
una ciudad un tanto maltratada por el urbanismo de mediados del XX-,
de modo que puedo imaginar e incluso sentir algunos de los
emplazamiento de la novela.
¿Porqué
digo que El Hereje es oportuno y que permite lectura actual? En buena
parte transcurre en una ciudad primero acosada la sífilis y
posteriormente una ciudad asolada por la peste de 1521.
Algunas
de las novelas clásicas de Delibes, “El Camino”, “Las ratas”
o “Cinco Horas con Mario”, son auténticas joyas de la
literatura. Pero quizá ninguna de su obras de vejez es tan completa,
tan grande, tan ambiciosa, como esta novela histórica. No he leído
todo Delibes, pero sí mucho, y yo diría que ésta es su última
gran obra.
Esta
novela nos habla de libros y reyes; de reformadores e inquisidores;
de mercaderes de lana y comerciantes de vino; de nobles y niños
abandonados; de dilemas teológicos sobre el purgatorio, los
sacramentos o la traducción de la Biblia; de la revuelta comunera y
el erasmismo; de libertad y conocimiento. Toda una época en una
novela de ideas y personas que luchan y tratan de sobrevivir. Y
también es una novela de una ciudad sitiada por la peste, donde los
“niños, con las caritas llenas de bubas y landres, le salían al
paso pordioseando (…) en calles que hedían a basuras y
desperdicios”. Una novela con médicos y con niñas que pedían
limosna en hospitales, en hospicios o en mancebías que ocultaban
“bajo el maquillaje las bubas de las niñas”.
Eras
aquellas epidemias igualmente propicias a los bulos sobre los
culpables y sobre los remedios absurdos y inútiles, a las teorías
sobre el calor o el frío, y a los muertos en la calle por miedo a
ser tocados.
¿Cómo
no releer como actual el relato de las primeras noticias que llegan
de un enfermo en tal ciudad, de un muerto en aquella otra? Y cómo
“las gentes caminaban tapándose la boca con el pañuelo”. Y cómo
“el Concejo nombró una Junta de Comisionados para que informaran
de la salud de las villas y de los pueblos próximos y echó mano de
los dineros de las sisas del vino y del pan para organizar la defensa
contra la enfermedad (…) y organizando la atención médica, botica
y alimentos para los pobres (mientras), en cambio, los ricos se
apresuraban a recoger sus enseres y objetos preciados y, por las
noches, abandonaban furtivamente la villa en sus carruajes para
instalarse en el campo, en sus casas de placer, junto a los ríos, en
espera de que la epidemia cediera”.
Y
cómo “los casos de pestilencia, en principio, eran pocos en la
villa: seis muertos, y la Junta de Comisionados, para no sembrar la
alarma, hizo saber que seis muertos de peste ‘era cosa de burla”
y que la epidemia debía ser algo distinto (a la peste) puesto que la
peste mataba a muchos (pero) lo cierto es que el mal avanzaba y la
enfermedad se extendía muy deprisa. Los médicos eran insuficientes
para atender tantos apestados (…) el Concejo abrió cuatro nuevos
hospitales para enfermos graves y movilizó a las fuerzas activas
(...) enterrando muertos, trasladando enfermos, vigilando el
aislamiento de la villa, estableciendo controles en los puentes”.
¿Cómo
no vernos reflejados en algunas de estas imágenes justo 500 años
después?
Y
también, claro está, no podía faltar la búsqueda del culpable: el
judío, los pobres, y “las prostitutas que no hubieran nacido en la
villa”.
Podría
seguir citando frases y párrafos enteros, pero es mejor leer la
novela y sus impagables debates filosóficos sobre la lectura y la
libertad, el erasmismo y el luteranismo.
Y
finalmente se celebra la conferencia para juzgar el erasmismo. En su
defensa actuará la Universidad de Alcalá, recientemente fundada por
el franciscano Cardenal Cisneros. Y como acusación, la escuela de
Salamanca, encabezada por un Francisco de Vitoria, que aún no era ni
de lejos el padre del Derecho Internacional y, de alguna forma, el
abuelo de los Derechos Humanos que luego, 15 años después, sería.
Pero aquellas ideas de comunidad universal de personas con
obligaciones y derechos por encima de reinos y derechos locales
estaba naciendo por ahí cerca, muy cerca, en la mente y los escritos
de algún humanista o jurista, y de alguna forma Francisco de Vitoria
tuvo la genialidad de madurarlo y expandirlo en sus lecciones de la
década de los años 30 en Salamanca.
Hay
un personaje para mí muy querido que une todo esto: Cisneros con
Francisco de Vitoria, Valladolid con Carlos V, el germen del Derecho
Internacional y de los Derechos Humanos y la peste. Un personaje tan
grande como desconocido. Fortún García de Ercilla. Nacido en Bermeo
y estudiante primero en Salamanca y luego, gracias a Cisneros, en
Bolonia. Un humanista y jurista de la más íntima confianza de
Carlos V desde que éste era un adolescente en Flandes, que es capaz
de entender la devota lealtad que le unía a su rey de una forma tan
profunda, honesta y valiente como para decir que su poder no es
absoluto, ni puede pasar por encima de la leyes, de la palabra dada o
de los derechos de sus súbditos. Un jurista que adelanta, como un
gigante del humanismo que fue, las primeras ideas de comunidad global
de obligaciones y derechos que luego retomaría y desarrollaría
Vitoria. Un hombre que se contagió de peste en Valladolid, no en la
epidemia de 1521, sino en la siguiente, en 1534, y murió a unos
pocos kilómetros, en Dueñas. Su historia está por contar. Sueño
que un día podré yo contarla. Siento que se lo debo.
En
Italia, Alemania y Holanda fue muy admirado durante 100 años. Le
conocían por su nombre latino, Fortunius. Afortunado.
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