martes, 31 de marzo de 2020

CARTA 16 o DE LO QUE NOS CONTAMOS AL SALIR DEL CINE



CARTA DECIMOSEXTA

o DE LO QUE NOS CONTAMOS AL SALIR DEL CINE



Martes, 31 de Marzo.


La memoria es lo que nos queda de los momentos, de los eventos, de las personas y de las cosas una vez han pasado y se han ido.


Sería una definición razonable. Pero también discutible, al menos por dos razones.


La primera es que la memoria es muy creativa, por decirlo en bonito y no acusarla directamente de traicionera. Tanto la memoria personal como la colectiva acostumbra con frecuencia a aportar de su propia cosecha cada vez que es convocada. De modo que la memoria es mucho más que lo que nos queda de lo que fue. Con demasiada frecuencia se le quedan pegados nuevos detalles, nuevos colores, nuevos matices, nuevos significados que no estuvieron allí.


Con el tiempo uno va aprendiendo que la memoria, por muy honesta y bien intencionada que sea, no siempre resulta muy fiable, ni la individual ni la colectiva. A veces no es tanto un recuerdo de lo sucedido, es decir, un recuerdo de la cosa, sino un recuerdo del recuerdo de la cosa, o un recuerdo del recuerdo del recuerdo de la cosa y así hasta cuantas veces quieras. Podemos parafrasear aquí a Vila-Matas cuando en su última novela, Esa bruma insensata, decía que la novela de no-ficción “cree estar copiando lo real cuando en verdad sólo está copiando la copia de una copia de una copia”. Hablando de memoria estamos siempre ante un recuerdo un tanto creativo, libre, juguetón, por así decirlo. Por eso la idea de que toda memoria nacional es siempre inventada, lo cual no es dicho en demérito o como reproche: lo humano es siempre de alguna forma recreado y eso no siempre es malo, si se gestiona con un mínimo de rigor.


La segunda razón por la que no me convence la definición que yo mismo he propuesto, es que la memoria no es algo que únicamente nos contamos cuando la cosa ha pasado, sino que la vamos creando en el momento en que sucede, en el momento que vamos viendo, sintiendo, sufriendo o viviendo la cosa, en la forma en que la nombramos, le ponemos palabras, valores, colores e intenciones, en la manera que nos la recitamos, en la medida en que miramos a un lado y evitamos mirar a otro.


¿A qué viene todo esto? A que hoy seguimos inmersos en el tiempo que nos parece eterno por ser presente. Pero muy pronto será pasado. En unas semanas saldremos de ésta y nos contaremos lo que nos ha pasado. Nos contaremos la primavera del 20.


Ahora es el momento de prepararnos para saber qué memoria vamos a elegir y vamos a compartir. Para cuando nos demos cuenta cada uno de nosotros estaremos repitiendo recuerdos con las mismas palabras, y esas frases se convertirán primero en la forma de los recuerdos y tal vez, al final, en su significado.


Elijamos bien por tanto cómo nos contamos lo que nos pasa y con qué palabras. Qué momentos estamos contando y repitiendo. Qué sensaciones decidimos regurgitar y cuáles dejamos correr. Lo diré aún a riesgo de parecer excesivo: ese tipo de decisiones inconscientes va marcando quiénes somos, cómo nos vemos, cómo nos presentamos y cómo nos ven.


Dos tipos salen de ver la misma película. Uno nos contará que las palomitas estaban rancias y el otro, quizá, nos haga entender aspectos de la película que nos emocionan o enseñan. Lo que nos cuentan dice más de ellos mismos que de la peli. El político Toni Cantó colgaba hoy en Twitter una imagen en que una bebé se caía dormido como respuesta a un tuit de Innerarity con consideraciones interesantes sobre el momento que vivimos. Quizá creía estar burlándose del filósofo cuando en el fondo se estaba retratando como una inteligencia débil que se cae rendida al menor esfuerzo mental superior al insulto. Nada nos dice su mensaje sobre lo que Innerarity ha escrito, pero nos informa mucho sobre su autor. Lo que pretendía ser una mordaz crítica era en realidad un cruel autorretrato.


Pero la memoria no solo es personal. Es también colectiva. A eso se le ha dado en llamar memoria histórica pero podría igualmente ser memoria compartida o social. El término “histórica” no hace necesariamente referencia a distancias temporales amplias, sino al hecho de que es algo que marca nuestra existencia colectiva. Por eso podemos hablar, sin fallar a las palabras, de memoria histórica en relación no sólo al bombardeo de Durango cuyo 83 aniversario se conmemora hoy, sino al terrorismo de ETA, al golpe de Estado de Tejero, a la caída del muro de Berlín, al atentado contra las Torres Gemelas, al 11 M de Atocha o incluso al 15 M de la Puerta del Sol. Son historias que nos contamos: idealizadas o ridiculizadas, con mayor o menor respeto por los hechos.


Antes de lo que creemos tendremos algo así como una memoria colectiva de lo que fue esto que ahora nos está pasando y nos pondrán en los especiales de la tele imágenes de los aplausos de las 8 como ahora nos meten imágenes de la transición.


Es importante que cuidemos y prepararemos desde ahora ese recuerdo. El recuerdo es muchas veces consciente de sí mismo, a menudo ha interesado antes de construirse. El Diario de Anna Frank nos llegó en su actual forma porque Anna quiso dejar recuerdo organizado.


Hay tres grandes riesgos, a mi juicio, que nos pueden traicionar la memoria colectiva de este momento: la tentación del heroísmo; el papanatismo de la excepcionalidad; y el cainismo partidista.


- De la tentación del heroísmo ya hemos hablado. Pero me parece más un problema del presente que del futuro: es tan ridículo que no le veo mucho recorrido. Salvo que seas sanitario de IFEMA o de la UCI o cuidador de ancianos o cosa similar, no creo que tus nietos se sientan muy impresionados por aquellas míticas cuatro o seis semanas que estuviste en pijama viendo series, comiendo yogures de plátano y creyéndote científico porque entendías las gráficas de la progresión de contagiados que te llegaban por whatsaap.


- El papanatismo de la excepcionalidad es más peligroso. Todos necesitamos sentirnos especiales como personas y como colectivos. Por eso nos gustan tanto creer que somos distintos. De ahí el éxito del Spain is different. Estamos dispuestos a creernos cualquier cosa que nos haga excepcionales y, por alguna extraña parafilia del sentir, si esa cosa es mala, mejor. España está seguramente reaccionando de una forma ni mucho mejor ni mucho peor que sus vecinos con problemas similares. Pero esa visión carece de morbo, no nos despierta del letargo, no nos motiva. De modo que preferimos creer que en ningún país pasa lo que aquí pasa. Preferimos creer que en ningún país el gobierno ha sido tan desastroso al no prever la compra de mascarillas o en ningún país las decisiones se han tomado tan tarde. Y sin embargo España no es tan especial, ni para lo malo ni para lo bueno. El papanatismo de la excepcionalidad, especialmente cuando se cruza con ese narcisismo a la inversa que es la atracción por lo negativo, altera nuestra visión de lo que nos pasa y construye peligrosos recuerdos. Pero lo mismo cabe decir de cualquier otra entidad política. De Euskadi, por ejemplo, donde de nada sirven los datos ante la atracción de la excepcionalidad negativa. Lo que nos lleva al siguiente riesgo.


- El cainismo partidista. Tenemos una política que funciona sobre la destrucción del adversario más que sobre la construcción de propuestas enriquecedoras para el conjunto de la sociedad. No voy a caer yo ahora en el papanatismo de la excepción: esto es así en España y los Estados Unidos y en el Reino Unido y en México. No se trata de poder aportar algo al país, se trata de hacer daño al oponente. Eso nos llevará a tergiversar los datos para concluir que todo se hizo mal, que todo fue un desastre, que cualquiera lo habría hecho mejor porque nada se pudo hacer peor. Y corremos el riesgo de creerlo. Y olvidaremos que la gente se ayudó y que la mayor parte hicieron lo que pudieron. Y subrayaremos dos datos negativos sacados de contexto para condenar el conjunto.



Se dice a veces que la memoria histórica crea más fácilmente conflictos y guerras que paz, convivencia y entendimiento. David Rieff dice en Contra la memoria, que “la memoria histórica casi nunca es tan receptiva a la paz y a la reconciliación como lo es al rencor, los martirologios contendientes y la animadversión perdurable”. Tengamos cuidado.



Estamos a tiempo de crear una memoria colectiva positiva enriquecedora de lo que nos está pasando. Construir la memoria no es la tarea de mañana, es la de hoy. Podemos crear una historia que nos ayude a crecer y aprender, o una memoria que nos empequeñezca y haga miserables. No le llames, si no quieres, memoria histórica. Llámalo de otra forma. El gobierno de España hace poco cambió el nombre de su Dirección General de memoria, que ha pasado de Memoria Histórica a Memoria Democrática. Se hizo hace meses. Nada que ver con este asunto. Pero podría haber sido providencial: necesitamos una memoria democrática de lo que nos está pasando. Una memoria que sea doblemente democrática: democrática porque está hecha entre todos, como entre todos tenemos que salir de ésta; y democrática porque nos enseña que la democracia sirve, con sus errores y limitaciones, para convivir y para salir de problemas como este.



Pero para aprender necesitamos una memoria equilibrada. Y es que una memoria maniquea, prostituida y vendida a fines políticos donde todo se hizo bien o todo se hizo mal, nada nos enseñará.



Los totalitarismos y los populismos siempre han pretendido destruir la memoria. Eso nos lo explica bien Tzevtan Todorov en Los abusos de la memoria. Y por eso, nos señala el autor francés, es tan importante contar y recordar y dejar memoria con rigor y humanidad, con honestidad y con empatía.



La memoria no es algo que sucederá. La memoria es lo que estamos construyendo ahora.



Los libros de hoy han sido citados: Esa bruma insensata, de Vila-Matas; Contra la memoria, de David Rieff; el Diario de Anna Frank; y Los abusos de la memoria, de Tzevtan Todorov.

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