jueves, 19 de marzo de 2020

CUARTA CARTA EXCLAUSTRADA o DE LAS PALABRAS Y LA GUERRA



CUARTA CARTA EXCLAUSTRADA o DE LAS PALABRAS Y LA GUERRA


Jueves, 19 de Marzo.


En el colegio me enseñaron la definición clásica de verdad. Todavía me acuerdo. Te la puedo recitar de memoria como en un examen de secundaria: verdad es la adecuación o correspondencia entre la palabra y la cosa, entre lo que se dice y la realidad. Por desgracia me acuerdo del mote del profesor que nos lo enseñó, pero de no de su nombre verdadero, qué cosa más injusta, así que no le puedo recordar aquí con el respeto que debería.


Esta definición que nos enseñaban era la idea clásica, tomista supongo, de los seguidores de Aristóteles, que dejó escrito aquello, que puede parecerte tan de perogrullo, de que “decir que lo que es, no es, o que lo que no es, es, es falso; pero decir que lo que es, es, y que lo que no es, no es, es la verdad”. Luego descubrimos que entender qué es la verdad puede resultar tarea bastante más misteriosa y compleja.


Tal vez el maestro de Aristóteles, Platón, y el de éste, Sócrates, sabían ya que la cosa era más compleja, puesto que tras todo un diálogo, el Crátilo, jugando con la idea de si laS palabras responden o no con la cosa, no sabe uno después de tanto mareo con qué quedarse y si, adelantándose más de 2000 años al debate, dudaban ya ellos de los límites de las palabras y del lenguaje para acercarnos a la verdad.


Mi abuelo, gran lector de historia, decía que no tenía oído para la poesía. Sin embargo le recuerdo citando de memoria este cuarteto de Borges:


Si (como afirma el griego en el Cratilo)


el nombre es arquetipo de la cosa


en las letras de 'rosa' está la rosa


y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.






Bien, la carta de hoy no va de griegos, ni de poesía, ni de rosas, pero sí de la importancia de elegir las palabras justas para las cosas que queremos referir en relación a este lío que nos traemos estos días.


Hemos leído y escuchado que esto en que estamos metidos es una guerra. Nos llegan noticias sobre la odisea de unos turistas jóvenes atrapados en un hotel de unas islas. Nos hablan del sacrificio de quedarnos en casa en unos términos a veces bélicos, a veces heroicos, que aún a riesgo de no resultar muy simpático, me gustaría contrastar con vosotros.


Ayer en el Parlamento el portavoz de un grupo al que se le supone hijo de la tradición antimilitarista, esa que hace 30 años, adelantándose a la corrección política de hoy, nos corregía si empleábamos la expresión “matar dos pájaros de un tiro”, tomó la palabra para decirnos que estábamos en “guerra” y que “en tiempos de guerra” se necesitan medidas de guerra. No me interesa criticarle a él como individuo, ni a su grupo político. Lo tomo simplemente como ejemplo de un discurso que se repite por todas partes, entre agentes de todos los colores, estos días. La idea de que estamos ante una guerra. Y dado que el reto es global, esta guerra resulta ser, agárrate, la “tercera guerra mundial”.


Tras mi sarampión antimilitarista de juventud, en que yo participé en parte de esa histeria de la corrección política que arriba citaba, hoy no me parece mal el uso de la palabra guerra para diversos contextos. Siempre que se entienda bien que se trata de una licencia literaria. Así podemos hablar de la guerra de precios entre dos compañías de servicios telefónicos, por ejemplo, y nadie entiende que se están matando. O podemos decir que dos famososetes que se divorcian se han declarado la guerra o que dos clubes de fútbol están guerra por un fichaje hostil o que dos grupos mediáticos están en guerra por los derechos de retransmisión de un evento deportivo. Es decir, en el lenguaje ordinario empleamos el término guerra como una metáfora perfectamente válida, seguramente un tanto excesiva, que funciona. La metáfora, por abuso y por desconocimiento de lo verdaderamente es una guerra, se desgasta y pierde su fuerza. Así, un periodista nos puede decir legítimamente que los vecinos de un barrio declaran la guerra a un ayuntamiento por los horarios de cierre de una discoteca.


No tengo ningún problema con el uso de esa metáfora ya descafeinada. El problema puede venir estos días cuando, ante las órdenes de confinamiento, resulta que parece que algunos se la toman en un sentido literal y pueden creer que realmente estamos ante la experiencia bélica de nuestra generación. Reclamaríamos así para nosotros nuestra dosis de heroísmo, nuestro lugar en la historia de los grandes sacrificios colectivos.


La generación que nació en los primeros 20 años del siglo XX, la de mis abuelos, que será seguramente la de vuestros bisabuelos, tuvo su guerra, la siguiente tuvo su dictadura y su experiencia de privaciones y nosotros queremos un poco de esa épica que hasta la fecha sólo hemos visto en películas o, los más interesados, en los informativos de las 9.


Por poner las cosas en su sitio aclaro que soy el primero en ser consciente de que vivimos un momento de una gravedad sin precedentes en nuestra experiencia colectiva, el primero en cuidarme mucho de banalizar lo que nos está pasando (quien haya leído mis cartas anteriores lo sabe), el primero en ser prudente ante la posibilidad de que los que nos quede por delante sea muy duro, el primero en reconocer que los daños humanos, sanitarios, sociales y económicos van a resultar muy altos, quizá más de lo que ahora podemos comprender. No banalizo. Pero, por favor, los sacrificios que se nos piden, de momento, a la mayor parte de nosotros, serían equivalentes a un permiso o una escapada de fiesta para quienes en nuestras familias tuvieron que vivir una guerra de verdad o para quienes, en otros países las viven ahora. Así que, por favor, midamos las palabras. No, no es una guerra.


Estos días de reclusión en casa pueden ser una gran oportunidad para pedir a vuestros mayores que os cuenten las historias de sus padres, por ejemplo. Yo me acuerdo de las historias de mi abuelo, ése que recitaba a Borges. Me vienen a la memoria sus recuerdos de la campaña del Ebro. Del invierno en las trincheras de Teruel. Con temperaturas que por la noche podían llegar a menos 20 grados centígrados. Sí, has leído bien, veinte bajo cero: no son batallitas, son registros oficiales que acabo de comprobar antes de escribir. Por el día la temperatura podía ascender a cero. Mi abuelo, un humanista antibelicista que huía con sabiduría de la peligrosa sombra del heroísmo, no me contó ninguna edificante aventura del Capitán Trueno, pero sí me contaba de sus muy poco nobles noches de helada en que no salían ni para mear, con sus compañeros todos apelotonados para darse calor, con unas pocas mantas y con ropas de abrigo insuficientes y las botas húmedas. Y ver el amanecer con congelaciones, incluso con alguien que ya no despertaba, y empezar un nuevo día de esquivar balas o ver cachos de tus compañeros saltar por los aires en medio de un eco infernal. Eso es la guerra de verdad.


Bien, todas las familias tienen historias parecidas. ¿Qué les habría parecido a esos cinco o seis compañeros, que tenían tu misma edad, acurrucados una noche de enero bajo la nieve helada que les ofrecieran dos o cuatro o seis semanas de las nuestras en casa, con calefacción, con comida, con ocio, con unos servicios sanitarios que, de momento, resisten al menos para los casos más graves? Una reclusión de ese tipo les habría parecido el sueño caribeño más lujoso e inimaginable digno de un rey o un marajá.


Puede resultar esta reclusión nuestra una oportunidad para iniciarse en los clásicos de la literatura antibelicista. Por supuesto podemos empezar por Johnny Cogió su Fusil, de Dalton Trumbo, y Sin Novedad en el Frente, de Erich Maria Remarque, ambos sobre la Primera Guerra Mundial. O para darle a la literatura del Holocausto. Pero no con novelitas edulcoradas para leer en la playa, sino con las memorias de los testigos, de quienes estuvieron allí y sobrevivieron para poder contarlo: por supuesto Primo Levi, Elie Wiesel, el Nobel Imre Kertész, el juez Thomas Buergenthal (autor del primer libro que yo leí sobre Derecho Internacional de los Derechos Humanos), Marceline Loridan-Ivens, las dos Simones, Weil y Veil, Viktor Frankl y su hombre en busca de destino, más cerca Jorge Semprún, o el Diario de Praga del niño Petr Ginz. ¿Queremos hablar de lo difícil que resulta nuestra reclusión en casa?, ¿de verdad? Pues una relectura del Diario de Anna Frank es obligada y luego hablamos. En medio de todo ello, veo sin embargo en las páginas de Ginz, Frank o Buergenthal más ilusión, más esperanza, más luz, más fuerza, más alegría profunda que en muchos de nosotros.


Pero el sufrimiento de la guerra no es, por desgracia, algo del pasado remoto. En mis años de cooperante yo he vivido en dos situaciones de conflicto armado. Nunca he contado algunas cosas que me tocó vivir y hacer, quizá algún día lo haga, pero no es hoy el momento ni éste el lugar. Las cosas que más te marcan las sientes a veces incomunicables. Aunque hayan pasado 20 años.


Puedo contar, sin embargo, cosas que no requieren de primera persona. Recuerdo los refugiados y desplazados de guerra amontonados. El hedor de las letrinas que aún puedo sentir como si no se hubiera ido del todo. El recuento y pesaje de los niños desnutridos cuyo desarrollo físico e intelectual se vería seguramente limitado para siempre en este mundo de supuestas oportunidades para todos. Recuerdo detalles ni más ni menos graves que otros, pero que por la razón que sea se te quedan grabados a fuego: dos niñas en un rincón de una cancha deportiva en desuso, tiritando y sufriendo, sin acceso a ninguna atención médica, compartiendo una manta barata, esperando a que el destino decidiera, en su capricho cruel, si su suerte caería del lado de la vida o de la muerte.


Yo estaba de paso. Acumulaba experiencias y vivencias con billete de vuelta a mi casa, que me acogería al finalizar la "experiencia" con calefacción, cama, baño con agua corriente y nevera bien surtida. Quienes allí estaban allí se quedaron. Algunos lo pagaron con su vida.


Hoy, en 2020 tenemos no muy lejos personas que huyen de la guerra de verdad, de la enfermedad y de la pobreza. Familias enteras que dejan su casa. Sí, una casa como éstas tuya y mía de la que estos días nos quejamos porque no podemos dejarla. Deben seleccionar lo más importante para meterlo en un petate o en una mochila pequeña, de tipo escolar, y salir con un niño de la mano huyendo de las bombas o de la amenaza de quienes vienen detrás a masacrar y violar. Y se meten en un autobús viejo abarrotado que huele a orín o vómito, sin ventilación. Que hay que dejar para hacer kilómetros a pie. Pasando frío o calor, hambre o sed. Con los pies destrozados. Huyendo de mafias, ladrones, violadores, policías, militares o paramilitares. Para llegar a un campo con otras decenas de miles de familias. En tiendas de campaña...


En fin, ¿debo seguir? Creo que es suficiente. Bien, cuidado por lo tanto con las palabras y las comparaciones. Nosotros estamos ante una gran emergencia, de acuerdo. Ante una enorme crisis. Ante tiempos duros. Muchos perderán empleos y ingresos: eso va a ser un verdadero drama. La situación de los servicios sanitarios puede colapsar y será gravísimo si sucede. Algunos perderán a seres queridos: todos mis respetos. Pero, salvo que tu situación, por la razón que sea, resulte especialmente complicada, una advertencia para el resto: cuidado con creernos los protagonistas del último capítulo de la historia universal del sacrificio, la épica y el heroísmo. Tengamos un poco de pudor. Aunque sólo sea por respeto a las víctimas de verdad.


Algunos hablan de la odisea y de desamparo al quedarse unos días encerrados en un destino vacacional, con la visa en una mano y el móvil en la otra, según pasan los días sin que el Estado deje lo que esté haciendo y flete de inmediato, a la voz de ya, un avión para ir a rescatarlos. Otros nos narran sus desventuras más extremas porque sus planes se han truncado o porque tienen que hacer encaje de bolillos para adaptarse a la nueva situación o porque descubren que las personas con las que comparten casa son unos maleducados. Hay quien compara su trabajo, que yo admiro y respeto, por supuesto, con el de quienes entraron desnudos a Chernóbil sabiendo que suponía su muerte segura en horas o a lo sumo días o semanas. No sé, un poquito de mesura, quizá.


Las palabras son importantes. No es lo mismo una tragedia que un contratiempo. Un drama que una molestia o una incomodidad. No es lo mismo, por concluir, una guerra que una emergencia, por muy seria que esta sea. Respetando las palabras, cuidándolas, no abusando de ellas, nos respetamos a nosotros mismos, a quienes nos acompañan... y a las personas que sufren, por ejemplo, en las guerras de verdad.

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