CARTA SEGUNDA o SOBRE LA
RESPONSABILIDAD
Martes,
17 de Marzo.
Vine
hace justo 10 días de una estancia de tres semanas en Ginebra donde,
como algunos de vosotros ya sabéis, me toca trabajar una temporada
cada cierto tiempo como miembro del Comité de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales de la ONU.
Allí
en Ginebra llevábamos ya tres semanas aplicando protocolos muy
exigentes. Piensa que es un Comité formado por 18 personas que
debemos trabajar literalmente codo con codo. Tenemos un miembro chino
que venía directamente de su país en un momento en que para todos
nosotros el coronavirus era aún un problema, si no exclusivamente
chino, sí especialmente chino. El rechazo de Mr. Chang a
estrecharnos la mano el primer día y su empeño en mantener
distancias de seguridad aún nos parecieron, a muchos de nosotros,
exageradas, propias de una disciplina oriental que como buenos
diplomáticos aparentábamos admirar y respetar, pero que en el fondo
nos sorprendía por su exceso de celo.
El
señor Chang pidió la palabra nada más empezar la primera sesión
privada del Comité para explicarnos que su autoimpuesta distancia no
significaba que nos quisiera poco, sino que se justificaba por las
normas de seguridad establecidas en China. De inmediato tomé la
palabra para indicarle que también nosotros le queremos a él y es
que de verdad es un miembro muy simpático que, a pesar de que puede
ser muy duro cuando toca defender sus posiciones, se hace querer.
A
los pocos días el epicentro de la preocupación mundial pasó de
China a Corea del Sur y resulta que tenemos otra miembro que procede de
ese país, la Sra. Shen, y también venía directamente y por lo
tanto sin haber pasado tiempo alguno de cuarentena. Aprendimos todos
poco a poco a tomarnos más en serio los protocolos de seguridad.
Comenzamos a lavarnos las manos no sólo cuando en circunstancias
ordinarias es costumbre hacerlo, tras utilizar el baño y antes y
después de comer, por ejemplo, sino con mucha mayor frecuencia.
Nos
acostumbramos rápidamente a no darnos la mano, a no abrazarnos, a no
dar besos, a mantener cierta distancia al conversar, a tener cuidado
al tocar cosas comunes. Los eventos no oficiales se suspendieron en
el Palais des Nations, la sede de la ONU en Ginebra. Poco después
incluso los actos oficiales que no fueran absolutamente necesarios
corrieron la misma suerte. Nosotros terminaríamos nuestra sesión,
pero otros Comités que estaban convocados para esas fechas fueron ya
suspendidos.
Por
eso al volver a casa percibí de pronto cierto relajamiento entre
nosotros que me sorprendió. Ese primer lunes ¡hace solo 8 días!
presencié tres escenas durante la mañana que me chocaron y, casi
podría decir, me indignaron. Fueron seguidas, la misma mañana y os
las cuentos tal como sucedieron.
En
una cafetería una señora, con joyas y ropa que costaban quizá lo
que una beca anual para estudiar un máster en epidemiología,
contaba a sus amigas que le había llegado una “información” por
whatsapp explicando que el virus ha sido creado por las
“multinacionales del medicamento” y que estas empresas tenían ya
la vacuna preparada. Cuando les conviniera, concluía la señora, las
sacarían para hacerse de oro. “Y yo me lo creo”, afirmaba con
convicción a cada dos o tres frases la señora, como blandiendo su
superior derecho a creer y defender lo que le viniera en gana,
independientemente de que tenga o no sentido, de que tenga o no
fundamento, de que sea o no cierto. Por encima de todo, creemos, está
mi soberano derecho a dar credibilidad a lo que me apetezca, puesto
que mi opinión, mi intuición, mi sensación, mi preferencia, mi
capricho, vale lo mismo que el más sesudo informe del más serio y
mejor preparado e informado grupo de científicos o expertos del que
decido sospechar para lanzarme a creer, porque sí, porque yo lo
valgo, cualquier cosa que me llegue, sin si quiera firmar, de vete a
saber dónde.
Acto
seguido un grupo de cuatro hombres que se veía habían quedado en
ese lugar se juntaron. Por lo que parece había pasado cierto tiempo
desde la última vez que se veían y seguramente les unía una vieja
relación. Habría apostado a que eran amigos de infancia o juventud,
quizá compañeros de alguna quinta que quedaban de vez en cuando.
Tras unas breves dudas iniciales sobre cómo proceder, el más
animado rompió el hielo con un “vamos de dejarnos de mariconadas”
(no quiero ofender a nadie, sino reflejar fielmente el tono de lo
sucedido) y se estrecharon con efusión las manos con medios abrazos
de varoniles y sonoras palmadas. El más joven de ellos había
cumplido los 70 seguramente cuando vosotros estabais en secundaria y
eran por tanto grupo de alto riesgo de esos que si se contagian
tienen un porcentaje de mortalidad de dos dígitos.
Tercera
escena es también de esa misma mañana. Ya en la universidad entré
al baño cuando un grupo de cuatro estudiantes terminaba sus
quehaceres en los urinarios masculinos. Veo sorprendido a los cuatro,
¡a los cuatro!, salir directamente sin acercarse al lavado, sin
lavarse las manos. Conociendo la universidad sé que no era la pasión
por el saber y por volver a los libros lo que les urgía. Eran cuatro
personas que llevaban, como los cuatro setentones de la escena
anterior, dos o tres semanas bombardeados por información que les
explica lo importante que es lavarse las manos y los efectos que ello
tiene sobre la salud de los más vulnerables. Y aún así ninguno de
los cuatro fue capaz de incorporar algo tan básico a sus hábitos,
incapaces tal vez de comprender que todo lo que nos estaba pasando va
también con ellos, por muy marranos que sean en su vida ordinaria.
Si al cabo de 12 días la abuela de uno de ellos, o ese vecino del
quinto de avanzada edad con el que coincide en el ascensor de vez en
cuando y que oprime el mismo botón de Planta Baja, o quizá un primo
con una extraña dolencia que nunca supimos muy bien qué era,
fallece, lo más fácil será echar la culpa al gobierno, siguiendo
la estela del delirante comunicado de VOX en que responsabiliza al
gobierno del generoso y entusiasta reparto gratuito de mocos entre
los suyos por parte de Ortega Smith. Pero no, la culpa no será ni de
Urkullu ni de Sánchez, sino quizá de ese gesto suyo tonto, guarro y
despistado de no lavarse ese día las manos.
Estas
anécdotas no son excepcionales. Yo las vi en una sola mañana y con
toda seguridad todos hemos presenciado o protagonizado otras
similares, o peores, estos días pasados. Las cuento aquí no porque
las crea especiales, sino precisamente porque no lo son. Y porque
tienen que ver con el tema de la carta de hoy: la responsabilidad
individual, de cada uno de nosotros, en los retos y problemas
globales en general y en éste del coronavirus en particular.
Y
es que en nosotros, como ciudadanos responsables, están muchas de
las respuestas que con frecuencia buscamos más lejos. Esto no va a
funcionar si los ciudadanos no estamos formados y somos responsables,
si propagamos bulos sin criterio, si no respetamos las indicaciones
de las autoridades y de los expertos, si necesitamos que nos pongan
un guarda jurado en nuestro portal o en cada baño público para que
cumplamos con nuestro deber cívico, si no somos ciudadano maduros y
responsables.
A
veces preferimos vivir como si siempre fuéramos inocentes, como si
nosotros siempre fuéramos las víctimas de todo, como si nada, ni el
cambio climático, ni la contaminación, ni el coronavirus, ni el
paisaje urbano, ni el tipo de empleos que tenemos, tuvieran que ver
con nuestra forma de vida o nuestra actuaciones y decisiones
individuales. Queremos vivir un estado de inocencia.
De
eso escribió hace 25 años Pascal Bruckner en el libro que hoy os
quiero sugerir como lectura: La tentación de la Inocencia.
Hace un análisis muy duro, agresivo casi diría, de cierto tipo de
debilidades muy características de nuestra sociedad occidental
(especialmente europea) y de quienes formamos parte de ella. Sus
dardos duelen porque dan en la diana. No es un libro para quien se
ofenda fácilmente.
Os
copio un párrafo que me parece recoge algunas de las mejores ideas
del libro:
“Llamo inocencia a esa
enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de
las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los
beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes.
Se expande en dos direcciones, el infantilismo
y la victimización,
dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la
irresponsabilidad bienaventurada. En la primera, hay que comprender
la inocencia como parodia de la despreocupación y de la ignorancia
de los años de juventud; culmina en la figura del inmaduro
perpetuo. En la
segunda, es sinónimo de angelismo, significa la falta de
culpabilidad, la incapacidad de cometer el mal y se encarna en la
figura de mártir
autoproclamado.”
A
mí me gusta su estilo, aunque a veces resulte un tanto cargado y
grandilocuente. Pascal Bruckner te lleva a lugares familiares para
que mires las cosas que ya conocías con otros enfoques: no se supone
que te tiene que gustar lo que ves, pero tal vez sí ayuda a
reconocernos en esa doble falsa inocencia -infantilismo y victimismo-
que tanto nos reconforta.
Cuidado
estos días con la tentación de la inocencia. No somos niños, no
somos víctimas. Somos adultos responsables y nuestra democracia no
va a funcionar nunca mejor que la suma de todos nosotros. Pero, si os
parece bien, de democracia podríamos hablar mañana.
Gracias por tu segunda carta.
ResponderEliminarA tí por leerla.
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