CARTA
EXCLAUSTRADA DECIMONOVENA
o
DE CÓMO ME COMÍ UNA LANGOSTA CON SÓCRATES EN EL ESCONDITE DE UN
PIRATA DEL CARIBE
Viernes, 3 de abril.
Los recuerdos se mezclan de una forma caprichosa. Hoy quería hablaros de la importancia de reconocernos ignorantes y la cabeza se me va al Caribe y me trae sabores picantes, olores salados, texturas de otra piel y colores vivos que compiten con la luz.
Si
os acordáis, hace unos días os recomendé el libro 21 lecciones
para el Siglo XXI de Harari. Estaba esta mañana ojeándolo para
otros temas y resulta que el libro se ha abierto sólo, como
queriendo decirme algo en una advertencia personalizada, en la
lección 15, titulada La Ignorancia. Sabes menos de lo que crees.
Ni
por supersticioso, ni por creer que las casualidades sean otra cosa
que casualidades, sino por amante de Verdi, sé que cuando un libro
se te abre en una página hay que prestarle atención. Dice la
leyenda que cuando Verdi, abatido por sus fracasos artísticos y los
reveses de su vida personal, estaba a punto de abandonar su carrera
de compositor, tiró al suelo con desgana el libreto de una nueva
propuesta que había decidido rechazar. Al caer el texto se abrió
por la página en que un coro debía cantar Vuela,
pensamiento, con alas doradas, pósate en las praderas y en las cimas
donde exhala su suave fragancia el aire dulce de la tierra natal.
Aquellos
versos impactaron tanto al bueno de Verdi, cuenta la historia, que la
música brotó de pronto. Hoy conocemos ese coro como Va
pensiero,
uno de los más famosos del mundo de la ópera y de ahí surgió todo
Nabucco,
la primera de las grandes óperas de Verdi y su primer éxito. Sea
cierta o no esta historia, esté más o menos adornada o retocada por
el mito, es suficientemente bonita como para enseñarnos a prestar
atención a los libros que se abren y a dar al azar una oportunidad
de enseñarnos algo. A veces es la mejor forma de encontrar los
diamantes que no encuentras buscando. A algo parecido a esto se le
llama en ciencia serendipia,
que podría ser el nombre de una bella heroína de tragedia griega,
pero resulta que es el fenómeno de descubrir cosas de manera
accidental.
Ese
Capítulo 15 del libro de Harari nos advierte de los riesgos de creer
que podemos realmente llegar a conocer cosas tan complejas como, por
ejemplo, cómo funciona nuestro mundo. Individualmente cada uno de
nosotros sabe muy poco y confiamos en el conocimiento del grupo: por
eso aceptamos el milagro de que de nuestro teléfono salga tanta
información pero ninguno sabemos cómo realmente funciona. Nadie
tiene todo el conocimiento necesario para construir un smartphone
desde cero y hacerlo funcionar, ni Bill Gates, Steve Jobs y Pedro
Duque juntos.
Nadie
tiene todo el conocimiento, diríamos aplicando esto a la
circunstancia que justifica estas cartas, como para entender todo lo
que nos pasa y por eso confiamos en que hay médicos y epidemiólogos
y gestores de hospitales e informáticos y agricultores y pescadores
y expertos en distribución de productos de primera necesidad o en
mantenimiento de las redes eléctricas o de saneamiento y tantas
miles de otras especialidades que acumulan un conocimiento sin el que
nuestra sociedad se caería mucho antes de que tú y yo fuéramos
capaz de identificar el porqué. Incluso son necesarios hasta los
abogados, no te digo más, al menos los que sepan gestionar un ERTE
para evitar un despido o interpretar un decreto para encontrar la
forma de no cerrar una empresa.
Así
que, nos recuerda Harari, cuidado con creer que sabemos más de lo
realmente sabemos. Lo que sabemos es muy poquito. Reconocerlo es el
primer paso para empezar a construir algo que merezca la pena.
Además,
según nuestra sociedad se hace más y más compleja, necesariamente
sabemos menos de lo que necesitaríamos saber. Harari pone el ejemplo
de una sociedad paleolítica. Es posible que un cazador tuviera buena
parte de la información de toda su cultura: quizá sabía cómo
cazar, cómo migrar, cómo encontrar agua, qué plantas buscar, cómo
cerrar la herida de un compañero herido o cómo componer un hueso
fracturado, cómo enterrar a sus muertos y cómo asistir un parto,
cómo hacer una punta de flecha, cómo hacer a un oso de una cueva,
cómo sacar miel de un panal, cómo despellejar un animal y cómo
conservar un alimento… quizá sabía incluso pintar caballos en
Ekain o bisontes en Altamira que aún nos emocionan por su belleza.
Al menos es posible que supiera parte de todo ello. Pero hoy tomamos
un avión sin saber pilotarlo ni tener la menor idea de cómo
arreglarlo en caso de avería o si quiera cómo pedir permiso de
despegue o aterrizaje a la torre de control.
Esta
lección nos debe ayudar a ser muy prudentes a la hora de creer que
sabemos qué errores cometen nuestros responsables públicos o que
sabríamos cómo evitarlos o cómo hacerlo mejor. Tan sólo si eres
parlamentario de la oposición te puedes permitir el ridículo de dar
lecciones sobre lo que ignoras, dado que te va en ello el sueldo.
Esta
idea también debe hacernos muy prudentes a la hora de creer que
podemos comprender qué está pasando en el mundo y qué pasará en
el futuro. Por eso me tomo como un aviso muy personal esta apertura
casual del libro por el capítulo titulado IGNORANCIA. No quisiera
que estas carta se entendieran como un ejercicio de explicar lo que
creo saber, sino como una búsqueda de pistas, como una reflexión en
alto para acompañar, si ayuda, la tuya.
La
verdad es que esta advertencia sobre los límites de nuestro
conocimiento es muy antigua, al menos tanto como los orígenes de la
filosofía griega.
Hay
un fragmento de un presocrático que me gusta tanto que lo empleé
para encabezar uno de mis primeros artículos publicados en libro:
«Sólo
los dioses tienen certeza sobre lo invisible,
así
como sobre lo mortal;
a
los hombres sólo les ha sido concedido el conjeturar.»
Y
añadía la siguiente nota al pie: “La cita del pitagórico Alcmeón
de Crotona (530-470 a.c. aprox.), que quiere anunciar el tono no
dogmático del artículo, la descubrí en el libro Historia de la
Filosofía Griega, de W. Capelle, traducido por el sabio maestro
Emilio Lledó y publicado, cómo no, por Gredos. Posteriormente he
encontrado otras traducciones de este fragmento, pero ninguna tan
rica en matices y tan bella.”
Este
fragmento presocrático bien puede encabezar todas estas cartas, que
no deberían ser, ni aparentarlo, más que un ejercicio de eso que
nos ha sido concedido: conjeturar.
Pero,
a poco que recordemos algo de secundaria, sabemos todos que para
hablar de los límites de nuestro conocimiento o de la inmensidad de
nuestra ignorancia debemos remitirnos a quien es quizá el maestro de
todos los maestros: Sócrates.
Hay
una obra que debería ser de lectura obligada en todo sistema de
educación y es la Apología de Sócrates, escrita por su
discípulo, Platón. Si crees que te estoy remitiendo a un texto
infumable, escrito en un lenguaje indescifrable, sobre asuntos sin
relación con tu vida o sin interés, te equivocas. A poco que hagas
un esfuerzo por entrar en la lógica de la obra, en su ritmo, en su
contexto, en su lenguaje, en su ambiente, encontrarán más acción,
más pasión, más magia, que en la novela más trepidante. Es como
una película de juicios pero en mejor, con un guión que presenta
ante el jurado, que somos nosotros, en una pocas y ágiles páginas
lo más lejos que hemos llegado a conocernos.
Busco
en mi biblioteca y tengo dos ediciones, ambas en español. Una,
digamos, la canónica, la de Gredos, traducida por Calonge. Bueno, yo
no sé mucho de filosofía, pero juraría que ahí no te equivocas y
que si quieres citarla en algún medio académico, seguro que con
esta versión no fallas. La edición además es impecable. Pero qué
quieres que te diga. Yo tengo otra edición mucho más importante
para mí y a la que guardo más aprecio.
Mi
preferida es una edición en bolsillo de la Colección Austral,
impresa en México D. F, en 1993. Por aquella época tenía la
costumbre de firmar los libros con fecha y lugar de compra, de modo
que sé que nos conocimos en Cancún el 18 de Julio de 1997.
De
pronto tocar ese libro es despertar una caja de recuerdos, a los que
pongo color, calor, olores y sobre todo luz. Lo veo subrayado en
bolígrafo azul y recuerdo escenas de estaciones de autobús de
Quintana Roo y de playas del Caribe.
La
traducción es más vieja que la de Gredos, con palabras como
inverecundia, de las que Calonge con acierto huye.
Yo
por aquel entonces trabaja con una ONG en proyectos de cooperación y
ayuda humanitaria en Chiapas. Eran tiempos de conflicto en aquel
estado y los trabajadores de ONGs no teníamos autorización para
extender nuestros permisos de estancia más allá de los 3 meses que
se concedían de entrada por turismo. Todavía no estaba todo
informatizado, de modo que la ONG para la que trabajaba me enviaba
cada tres meses un traslado a Cancún para renovar mi visa haciéndome
pasar por ocioso turista en tierras caribeñas. La ONG me pagaría,
no lo recuerdo con exactitud pero lo supongo, una noche en Cancún
para hacer los trámites y el traslado. Pero lo que sí recuerdo es
que yo acumulaba mis días festivos para cada tres meses permitirme
por mi cuenta unos días adicionales en el Caribe. Calculo que repetí
esa jugada quizá tres o cuatro veces, puesto que en otras ocasiones
renovaba mi visa en la más cercana plaza turística de Oaxaca, de la
que guardo también preciosos recuerdos.
El
caso es que una vez arreglada la gestión migratoria me solía
escapar a una isla que se encuentra frente a Cancún y que para mí,
desde entonces, en mi recuerdo, es como la imagen del paraíso: Isla
Mujeres.
Esta
isla fue refugio de un coterráneo mío, pero siglo y medio antes, el
Capitán Mundaca, que quizá, por lo que parece, era de Bermeo,
aunque no creo que ninguna de las localidades se pelee por reclamar
su cuna, dado que hizo su fortuna traficando con esclavos incluso
cuando esta actividad dejó de ser legal. Subrayo la idea de
ilegalidad no porque como jurista me parezca más grave el
contrafuero que el crimen, sino porque muestra que para la época
este quehacer repugnaba ya la sensibilidad general de muchas
sociedades y más difícilmente podemos amparar el negocio del
vizcaino en ningún espíritu de los tiempos, como si la cosa hubiera
sucedido unos siglo antes.
El
capitán Mundaca, en todo caso, tenía su corazón por algún lado y
dice la leyenda que cayó rendidamente enamorado de una moza local de
la que no nos ha quedado más que su sobrenombre, suficiente en todo
caso para despertar imaginación del más frío: la trigueña. Yo no
me enamoré allí de ninguna trigueña, aunque… bueno, a lo que
voy, que los recuerdos me distraen y me quieren llevar por lugares
que no vienen al caso: lo cierto es que lo que sí puedo confesar es
que me enamoré de la isla.
Entro
en Google y veo que la isla ha sido bastante urbanizada en los
últimos 20 años, veo una playa con tumbonas, sombrillas y animada
afluencia, veo varios hoteles grandes y modernos, de los que yo sólo
recuerdo un esqueleto en construcción, y no veo pero me aterra
pensar que quizá tengan hasta su ruidoso programa de animación
nocturna.
Veo
en las imágenes una playa que conocí sin acceso urbanizado ni
asfaltado. Y recuerdo el pueblecito de pescadores, donde aún era
posible sentarse por la noche, en una mesa de madera y una silla
destartalada, con los pies descalzos sobre la arena, a tomar una
cerveza y pedir lo que esa tarde hubieran sacado del mar, con la
sorpresa de un pescado desconocido a la brasa o quizá una langosta a
precio de hamburguesa.
Me
veo en esa mesa sobre la arena, a lo sumo algún turista local, del
DF, o quizá hebreo, no sé porqué razón ese destino estaba dentro
de las rutas de los jóvenes israelíes. Y recuerdo una canadiense,
que no era trigueña pero merecía igualmente los amores eternos de
un capitán de Mundaka o de un general si lo hubiera y tuvo que
conformarse con los temporales de un ciudadano sin rango. Y veo sobre
la mesa una cerveza mexicana, que seguramente sería una Negra Modelo
o una Dos Equis, un cebiche o un guacamole de entrada y un regalo del
mar de plato principal junto a una vela… y el libro de Austral, que
me había acompañado por la tarde, a un lado. Como mi recuerdo es
muy libre, no hay mosquitos ni nada que altere la idealización del
momento. Hace unos días hablábamos aquí de que los recuerdos a
veces son poco fiables, pero hay casos en que es mejor dejarlos que
vuelen.
Estoy
en casa, más cerca de Mundaka que de Isla Mujeres, confinado pero
casi viviendo con mis sentidos la magia del momento gracias a este
objeto en forma de libro que me trae los recuerdos.
Repaso
el subrayado a boli azul y me veo en un rincón de una central
camionera del sureste de México, con mi mochila:
“No
está bien en un hombre de mi edad presentarme ante vosotros como un
adolescente con un discurso artificioso”. Y prometo aquí mismo,
sobre la memoria del mismísimo Sócrates, que procuraré no buscar
más en estas cartas citas artificiosas, falsas, innecesarias, como
intelectual adolescente o como académico sin ideas.
Y
recuerda Sócrates que alguien le citó “diciendo mil otras
extravagancias sobre cosas de las que no entiendo absolutamente nada;
y al decir esto no es que menosprecie esta índole de conocimientos,
siempre que haya quien sea en ellos entendido”. Y pienso si puede
haber cita más actual ahora que andan –o andamos- tantos opinando
cada día sobre extravagancias de las que nada entiende -o
entendemos-.
“No
había uno que, por sobresalir en su arte, no presumiese de entender
de todo lo demás, incluso de las más graves materias, y este
defecto los perdía. Echaban a perder todo lo que sabían con todo lo
que creían saber”.
Podría
llenar estas páginas de citas, pero prefiero dejarte con ganas y que
vayas directamente a la Apología y la llenes de tus propios
recuerdos y sabores y luces, por ejemplo, de días de confinamiento.
Y
dejo para el final la cita más importante y más necesaria. Cuando
visita Sócrates a aquel hombre “que pasaba por sabio a los ojos de
casi todos los hombres, sobre todo a los suyos, y que no lo era. (…)
Yo soy más sabio que ese hombre. Puede que ninguno de los dos sepa
nada de bello ni de bueno; pero él cree que sabe algo. Paréceme,
pues, que soy algo más sabio, cuando menos en que yo no creo saber
lo que no sé”.
Apología
de Sócrates, de Platón.
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