viernes, 3 de abril de 2020

Carta 19 o DE CÓMO ME COMÍ UNA LANGOSTA CON SÓCRATES EN EL ESCONDITE DE UN PIRATA DEL CARIBE




CARTA EXCLAUSTRADA DECIMONOVENA

o DE CÓMO ME COMÍ UNA LANGOSTA CON SÓCRATES EN EL ESCONDITE DE UN PIRATA DEL CARIBE







Viernes, 3 de abril.


Los recuerdos se mezclan de una forma caprichosa. Hoy quería hablaros de la importancia de reconocernos ignorantes y la cabeza se me va al Caribe y me trae sabores picantes, olores salados, texturas de otra piel y colores vivos que compiten con la luz.



Si os acordáis, hace unos días os recomendé el libro 21 lecciones para el Siglo XXI de Harari. Estaba esta mañana ojeándolo para otros temas y resulta que el libro se ha abierto sólo, como queriendo decirme algo en una advertencia personalizada, en la lección 15, titulada La Ignorancia. Sabes menos de lo que crees.



Ni por supersticioso, ni por creer que las casualidades sean otra cosa que casualidades, sino por amante de Verdi, sé que cuando un libro se te abre en una página hay que prestarle atención. Dice la leyenda que cuando Verdi, abatido por sus fracasos artísticos y los reveses de su vida personal, estaba a punto de abandonar su carrera de compositor, tiró al suelo con desgana el libreto de una nueva propuesta que había decidido rechazar. Al caer el texto se abrió por la página en que un coro debía cantar Vuela, pensamiento, con alas doradas, pósate en las praderas y en las cimas donde exhala su suave fragancia el aire dulce de la tierra natal.



Aquellos versos impactaron tanto al bueno de Verdi, cuenta la historia, que la música brotó de pronto. Hoy conocemos ese coro como Va pensiero, uno de los más famosos del mundo de la ópera y de ahí surgió todo Nabucco, la primera de las grandes óperas de Verdi y su primer éxito. Sea cierta o no esta historia, esté más o menos adornada o retocada por el mito, es suficientemente bonita como para enseñarnos a prestar atención a los libros que se abren y a dar al azar una oportunidad de enseñarnos algo. A veces es la mejor forma de encontrar los diamantes que no encuentras buscando. A algo parecido a esto se le llama en ciencia serendipia, que podría ser el nombre de una bella heroína de tragedia griega, pero resulta que es el fenómeno de descubrir cosas de manera accidental.



Ese Capítulo 15 del libro de Harari nos advierte de los riesgos de creer que podemos realmente llegar a conocer cosas tan complejas como, por ejemplo, cómo funciona nuestro mundo. Individualmente cada uno de nosotros sabe muy poco y confiamos en el conocimiento del grupo: por eso aceptamos el milagro de que de nuestro teléfono salga tanta información pero ninguno sabemos cómo realmente funciona. Nadie tiene todo el conocimiento necesario para construir un smartphone desde cero y hacerlo funcionar, ni Bill Gates, Steve Jobs y Pedro Duque juntos.



Nadie tiene todo el conocimiento, diríamos aplicando esto a la circunstancia que justifica estas cartas, como para entender todo lo que nos pasa y por eso confiamos en que hay médicos y epidemiólogos y gestores de hospitales e informáticos y agricultores y pescadores y expertos en distribución de productos de primera necesidad o en mantenimiento de las redes eléctricas o de saneamiento y tantas miles de otras especialidades que acumulan un conocimiento sin el que nuestra sociedad se caería mucho antes de que tú y yo fuéramos capaz de identificar el porqué. Incluso son necesarios hasta los abogados, no te digo más, al menos los que sepan gestionar un ERTE para evitar un despido o interpretar un decreto para encontrar la forma de no cerrar una empresa.



Así que, nos recuerda Harari, cuidado con creer que sabemos más de lo realmente sabemos. Lo que sabemos es muy poquito. Reconocerlo es el primer paso para empezar a construir algo que merezca la pena.



Además, según nuestra sociedad se hace más y más compleja, necesariamente sabemos menos de lo que necesitaríamos saber. Harari pone el ejemplo de una sociedad paleolítica. Es posible que un cazador tuviera buena parte de la información de toda su cultura: quizá sabía cómo cazar, cómo migrar, cómo encontrar agua, qué plantas buscar, cómo cerrar la herida de un compañero herido o cómo componer un hueso fracturado, cómo enterrar a sus muertos y cómo asistir un parto, cómo hacer una punta de flecha, cómo hacer a un oso de una cueva, cómo sacar miel de un panal, cómo despellejar un animal y cómo conservar un alimento… quizá sabía incluso pintar caballos en Ekain o bisontes en Altamira que aún nos emocionan por su belleza. Al menos es posible que supiera parte de todo ello. Pero hoy tomamos un avión sin saber pilotarlo ni tener la menor idea de cómo arreglarlo en caso de avería o si quiera cómo pedir permiso de despegue o aterrizaje a la torre de control.



Esta lección nos debe ayudar a ser muy prudentes a la hora de creer que sabemos qué errores cometen nuestros responsables públicos o que sabríamos cómo evitarlos o cómo hacerlo mejor. Tan sólo si eres parlamentario de la oposición te puedes permitir el ridículo de dar lecciones sobre lo que ignoras, dado que te va en ello el sueldo.



Esta idea también debe hacernos muy prudentes a la hora de creer que podemos comprender qué está pasando en el mundo y qué pasará en el futuro. Por eso me tomo como un aviso muy personal esta apertura casual del libro por el capítulo titulado IGNORANCIA. No quisiera que estas carta se entendieran como un ejercicio de explicar lo que creo saber, sino como una búsqueda de pistas, como una reflexión en alto para acompañar, si ayuda, la tuya.



La verdad es que esta advertencia sobre los límites de nuestro conocimiento es muy antigua, al menos tanto como los orígenes de la filosofía griega.



Hay un fragmento de un presocrático que me gusta tanto que lo empleé para encabezar uno de mis primeros artículos publicados en libro:

«Sólo los dioses tienen certeza sobre lo invisible,

así como sobre lo mortal;

a los hombres sólo les ha sido concedido el conjeturar.»



Y añadía la siguiente nota al pie: “La cita del pitagórico Alcmeón de Crotona (530-470 a.c. aprox.), que quiere anunciar el tono no dogmático del artículo, la descubrí en el libro Historia de la Filosofía Griega, de W. Capelle, traducido por el sabio maestro Emilio Lledó y publicado, cómo no, por Gredos. Posteriormente he encontrado otras traducciones de este fragmento, pero ninguna tan rica en matices y tan bella.”



Este fragmento presocrático bien puede encabezar todas estas cartas, que no deberían ser, ni aparentarlo, más que un ejercicio de eso que nos ha sido concedido: conjeturar.



Pero, a poco que recordemos algo de secundaria, sabemos todos que para hablar de los límites de nuestro conocimiento o de la inmensidad de nuestra ignorancia debemos remitirnos a quien es quizá el maestro de todos los maestros: Sócrates.



Hay una obra que debería ser de lectura obligada en todo sistema de educación y es la Apología de Sócrates, escrita por su discípulo, Platón. Si crees que te estoy remitiendo a un texto infumable, escrito en un lenguaje indescifrable, sobre asuntos sin relación con tu vida o sin interés, te equivocas. A poco que hagas un esfuerzo por entrar en la lógica de la obra, en su ritmo, en su contexto, en su lenguaje, en su ambiente, encontrarán más acción, más pasión, más magia, que en la novela más trepidante. Es como una película de juicios pero en mejor, con un guión que presenta ante el jurado, que somos nosotros, en una pocas y ágiles páginas lo más lejos que hemos llegado a conocernos.



Busco en mi biblioteca y tengo dos ediciones, ambas en español. Una, digamos, la canónica, la de Gredos, traducida por Calonge. Bueno, yo no sé mucho de filosofía, pero juraría que ahí no te equivocas y que si quieres citarla en algún medio académico, seguro que con esta versión no fallas. La edición además es impecable. Pero qué quieres que te diga. Yo tengo otra edición mucho más importante para mí y a la que guardo más aprecio.



Mi preferida es una edición en bolsillo de la Colección Austral, impresa en México D. F, en 1993. Por aquella época tenía la costumbre de firmar los libros con fecha y lugar de compra, de modo que sé que nos conocimos en Cancún el 18 de Julio de 1997.



De pronto tocar ese libro es despertar una caja de recuerdos, a los que pongo color, calor, olores y sobre todo luz. Lo veo subrayado en bolígrafo azul y recuerdo escenas de estaciones de autobús de Quintana Roo y de playas del Caribe.



La traducción es más vieja que la de Gredos, con palabras como inverecundia, de las que Calonge con acierto huye.



Yo por aquel entonces trabaja con una ONG en proyectos de cooperación y ayuda humanitaria en Chiapas. Eran tiempos de conflicto en aquel estado y los trabajadores de ONGs no teníamos autorización para extender nuestros permisos de estancia más allá de los 3 meses que se concedían de entrada por turismo. Todavía no estaba todo informatizado, de modo que la ONG para la que trabajaba me enviaba cada tres meses un traslado a Cancún para renovar mi visa haciéndome pasar por ocioso turista en tierras caribeñas. La ONG me pagaría, no lo recuerdo con exactitud pero lo supongo, una noche en Cancún para hacer los trámites y el traslado. Pero lo que sí recuerdo es que yo acumulaba mis días festivos para cada tres meses permitirme por mi cuenta unos días adicionales en el Caribe. Calculo que repetí esa jugada quizá tres o cuatro veces, puesto que en otras ocasiones renovaba mi visa en la más cercana plaza turística de Oaxaca, de la que guardo también preciosos recuerdos.



El caso es que una vez arreglada la gestión migratoria me solía escapar a una isla que se encuentra frente a Cancún y que para mí, desde entonces, en mi recuerdo, es como la imagen del paraíso: Isla Mujeres.



Esta isla fue refugio de un coterráneo mío, pero siglo y medio antes, el Capitán Mundaca, que quizá, por lo que parece, era de Bermeo, aunque no creo que ninguna de las localidades se pelee por reclamar su cuna, dado que hizo su fortuna traficando con esclavos incluso cuando esta actividad dejó de ser legal. Subrayo la idea de ilegalidad no porque como jurista me parezca más grave el contrafuero que el crimen, sino porque muestra que para la época este quehacer repugnaba ya la sensibilidad general de muchas sociedades y más difícilmente podemos amparar el negocio del vizcaino en ningún espíritu de los tiempos, como si la cosa hubiera sucedido unos siglo antes.



El capitán Mundaca, en todo caso, tenía su corazón por algún lado y dice la leyenda que cayó rendidamente enamorado de una moza local de la que no nos ha quedado más que su sobrenombre, suficiente en todo caso para despertar imaginación del más frío: la trigueña. Yo no me enamoré allí de ninguna trigueña, aunque… bueno, a lo que voy, que los recuerdos me distraen y me quieren llevar por lugares que no vienen al caso: lo cierto es que lo que sí puedo confesar es que me enamoré de la isla.



Entro en Google y veo que la isla ha sido bastante urbanizada en los últimos 20 años, veo una playa con tumbonas, sombrillas y animada afluencia, veo varios hoteles grandes y modernos, de los que yo sólo recuerdo un esqueleto en construcción, y no veo pero me aterra pensar que quizá tengan hasta su ruidoso programa de animación nocturna.



Veo en las imágenes una playa que conocí sin acceso urbanizado ni asfaltado. Y recuerdo el pueblecito de pescadores, donde aún era posible sentarse por la noche, en una mesa de madera y una silla destartalada, con los pies descalzos sobre la arena, a tomar una cerveza y pedir lo que esa tarde hubieran sacado del mar, con la sorpresa de un pescado desconocido a la brasa o quizá una langosta a precio de hamburguesa.



Me veo en esa mesa sobre la arena, a lo sumo algún turista local, del DF, o quizá hebreo, no sé porqué razón ese destino estaba dentro de las rutas de los jóvenes israelíes. Y recuerdo una canadiense, que no era trigueña pero merecía igualmente los amores eternos de un capitán de Mundaka o de un general si lo hubiera y tuvo que conformarse con los temporales de un ciudadano sin rango. Y veo sobre la mesa una cerveza mexicana, que seguramente sería una Negra Modelo o una Dos Equis, un cebiche o un guacamole de entrada y un regalo del mar de plato principal junto a una vela… y el libro de Austral, que me había acompañado por la tarde, a un lado. Como mi recuerdo es muy libre, no hay mosquitos ni nada que altere la idealización del momento. Hace unos días hablábamos aquí de que los recuerdos a veces son poco fiables, pero hay casos en que es mejor dejarlos que vuelen.



Estoy en casa, más cerca de Mundaka que de Isla Mujeres, confinado pero casi viviendo con mis sentidos la magia del momento gracias a este objeto en forma de libro que me trae los recuerdos.



Repaso el subrayado a boli azul y me veo en un rincón de una central camionera del sureste de México, con mi mochila:



No está bien en un hombre de mi edad presentarme ante vosotros como un adolescente con un discurso artificioso”. Y prometo aquí mismo, sobre la memoria del mismísimo Sócrates, que procuraré no buscar más en estas cartas citas artificiosas, falsas, innecesarias, como intelectual adolescente o como académico sin ideas.



Y recuerda Sócrates que alguien le citó “diciendo mil otras extravagancias sobre cosas de las que no entiendo absolutamente nada; y al decir esto no es que menosprecie esta índole de conocimientos, siempre que haya quien sea en ellos entendido”. Y pienso si puede haber cita más actual ahora que andan –o andamos- tantos opinando cada día sobre extravagancias de las que nada entiende -o entendemos-.



No había uno que, por sobresalir en su arte, no presumiese de entender de todo lo demás, incluso de las más graves materias, y este defecto los perdía. Echaban a perder todo lo que sabían con todo lo que creían saber”.



Podría llenar estas páginas de citas, pero prefiero dejarte con ganas y que vayas directamente a la Apología y la llenes de tus propios recuerdos y sabores y luces, por ejemplo, de días de confinamiento.



Y dejo para el final la cita más importante y más necesaria. Cuando visita Sócrates a aquel hombre “que pasaba por sabio a los ojos de casi todos los hombres, sobre todo a los suyos, y que no lo era. (…) Yo soy más sabio que ese hombre. Puede que ninguno de los dos sepa nada de bello ni de bueno; pero él cree que sabe algo. Paréceme, pues, que soy algo más sabio, cuando menos en que yo no creo saber lo que no sé”.



Apología de Sócrates, de Platón.

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