martes, 7 de abril de 2020

CARTA 23 o DE DERECHOS QUE SON DEBERES Y DEL VIEJO QUE CERRANDO LOS OJOS NOS HIZO VER


CARTA EXCLAUSTRADA VIGESIMOTERCERA
o DE DERECHOS QUE SON DEBERES Y DEL VIEJO QUE CERRANDO LOS OJOS NOS HIZO VER


Martes, 7 de Abril.


Estos días se habla mucho de Derechos Humanos. Se habla del derecho a la salud o del derecho a las prestaciones sociales. Surgen polémicas sobre cómo determinadas medidas en el marco del estado de alarma afectan a los Derechos Humanos: ¿en qué circunstancias puede la autoridad confinarnos contra nuestra voluntad?, ¿puede el gobierno controlar nuestros teléfonos y movimientos afectando a nuestra intimidad o nuestro derecho a la privacidad?

Cada una de esos dilemas habrá que afrontarlos caso por caso, con un equilibro muy fino entre la necesidad pública y los derechos individuales. En mis clases en la American University dedicamos toda una semana cada curso a las limitaciones (o restricciones) y otra semana entera a las suspensiones (o derogaciones) de los derechos humanos. Cada una de esas semanas estudiamos decenas de artículos académicos y comentamos decenas de casos concretos. Estoy seguro de que el curso que viene podremos actualizar el listado de lecturas y de casos a debatir con todo lo que estamos viviendo estos días.


Muchos emplean el discurso de los derechos humanos para justificar demandas que pueden ser políticamente legítimas, pero no necesariamente propias del ámbito de los Derechos Humanos. No siempre es fácil distinguir lo uno de lo otro, pero sí muy necesario.


Otros emplean el discurso de los Derechos Humanos como si fuera una catálogo de únicamente de demandas incondicionales y otros, como reacción, sospechan que sería necesario acompañar al discurso de los Derechos Humanos con un discurso de deberes ciudadanos. ¿Es eso razonable? La pregunta sería: ¿debemos complementar el discurso de los Derechos Humanos con un discurso paralelo, complementario, de deberes humanos o deberes cívicos?


Mi respuesta es que sin duda los Derechos Humanos son parte de un contexto más amplio que incluye deberes ciudadanos. No estoy diciendo que los derechos sean condicionales al cumplimiento de obligaciones. Todo lo contrario, los derechos humanos lo son a pesar de que uno no cumpla sus deberes. Pero que, en ese sentido, sean incondicionales, no quiere decir que sean un absoluto aislado de un marco superior que les da sentido y los hace posibles. Y es que no puede existir una sociedad de derechos sin una sociedad de deberes ciudadanos.


Y eso no lo digo yo. Lo dice quien debe decirlo: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.


Si yo pregunto cuál es el artículo más importante de la Declaración lo más probable es que se me conteste que el artículo primero. Al menos es el más conocido. Es aquel que dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. ¿Te suena? Estoy seguro de que lo has oído y leído mil veces.


Pero el artículo hay que leerlo entero:
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”
Este artículo es hijo de diversas tradiciones culturales y de diversas revoluciones intelectuales y políticas. Es hijo del humanismo cristiano y de la ilustración, hijo de Israel y de Grecia, hijo de Roma pero también de las tradiciones orientales que el miembro chino, Chang, se ocupó de reivindicar, es hijo de las revoluciones francesa y norteamericana pero también de las tradiciones del cercano oriente que el maestro Malik, del Líbano, representaba.

Es hijo de todas esas tradiciones pero las supera.


Por ejemplo, la idea de nacer libres e iguales parecía evidente a los padres de la constitución norteamericana, pero era ajena a espíritus tan enormes como los de Sócrates o Platón. Y para los padres de la constitución norteamericana este nacer libres e iguales era evidente… cuando de varones y blancos se trata, es evidente.


Este artículo hay que leerlo como un conjunto completo, no una suma de elementos que funcionan por separado. Es una frase sin punto, ni siquiera un punto y coma.


Como nacemos libres e iguales tenemos la misma dignidad y derechos, sí, pero, atención, como estamos dotados de razón y conciencia, no sólo tenemos derechos, tenemos deberes: el deber de comportarnos fraternalmente los unos con los otros. Ese concepto de fraternidad, heredero claro de la revolución francesa, bien podría hoy traducirse por solidaridad, si lo prefieres.


Es todo uno, un conjunto dotado de sentido histórico, lógico, político y jurídico: somos libres e iguales, con dignidad y derechos, y como además tenemos razón y conciencia, es igualmente evidente que tenemos deberes.


Esos deberes son hoy quedarse en casa o trabajar en los sectores prioritarios. Esos deberes son comportarnos con decencia y respeto ante quienes nos rodean. Es no hacer trampas, no pasarme de listo. Incluso estando encerrado en casa esos deberes pasan al menos por no mentir, no inventarse mentiras en las redes sociales y no difundirlas. Deber es no expandir bulos ni odios. Es ser constructivo y ayudar en lo que cada uno pueda o le toque.


Esto es maravilloso: la Declaración Universal no te considera un mero sujeto de derechos, te considera un actor responsable, libre, dotado de razón y conciencia al que se debe exigir un comportamiento fraternal. Es maravillo. La Declaración Universal no te considera un menor de edad, ni un débil o un pusilánime o un incapaz o un irresponsable: te considera una persona con deberes.


Así que la próxima que te vuelvan a presentar una versión de la Declaración Universal descafeinada, como para niños de primaria, por favor álzate como persona libre y dotada de razón, conciencia y, consecuentemente, deberes.


Parafraseando a Kennedy, no se trata sólo de preguntarse qué puede la Declaración Universal hacer por mí, sino también qué podemos hacer todos por la Declaración Universal o por los Derechos Humanos de los demás. Eso es ser una persona verdaderamente comprometida con los Derechos Humanos.     


En mi trabajo uno tiene la oportunidad de conocer a grandes personas. En la historia que quiero comentarte ahora se mezclan tres grandes.


Fue hace más de 10 años. Era la primera edición del Premio UNESCO – Bilbao para una Cultura de los Derechos Humanos. Como director de UNESCO Etxea me tocaba asegurar que hubiera buenos candidatos que proyectaras el premio. El presidente de UNESCO Etxea, Ruper Ormaza, me pidió que llamara al gran Federico Mayor Zaragoza, al que alguno de mis alumnos han conocido este año en su conferencia de Deusto Forum. Don Federico me respondió sin duda, de una forma directa: Stephane Hessel era su candidato.


Stephane Hessel tenía entonces 92 años. Había sido poeta y bohemio. Miembro de la resistencia y encerrado en dos campos de concentración donde fue condenado a muerte y escapó. Luego fue secretario de la primera Comisión de Derechos Humanos, la que redactó la Declaración Universal. Secretario de aquel grupo de gigantes, Eleanor Roosevelt de Estados Unidos, René Cassin de Francia, Charles Malik del Líbano, John Humphrey de Canadá, Peng Chung Chang de China o Hernán Santa Cruz de Chile, que encontraron aquella fórmula preciosa de ser libres e iguales y tener deberes de fraternidad. Luego trabajó por la descolonización, por la democratización de la ONU, contra el racismo en el mundo y en su país… y en mil batallas que no le hicieron perder nunca la esperanza ni la sonrisa.


Recuerdo que, revisando documentación histórica de la ONU, descubrí que él había estado en varios grupos de trabajo de un asunto que no consiguió consenso global hasta décadas después. Las recomendaciones de aquellos informes que él firmó se perdieron en algún cajón durante años. Yo le pregunté cómo se podía mantener la esperanza y la ilusión tras tantos fracasos: “¿Fracasos? - me contestó entre risas como divertido por mi corta visión- si ahora eso parece normal es porque hace 50 años lo tuvimos que fracasar muchas veces. No fue ningún fracaso. Fue parte del camino”. Todavía recuerdo sus palabras cuando lo necesito.


Stephane Hessel se hizo luego famoso por aquel librito titulado Indignaos, que de alguna forma ayudó a conformar el espíritu de lo que luego fue el 15 M.


Ruper Ormaza y yo tuvimos la oportunidad de conocer a Stephane Hessel personalmente y volvimos a vernos quizá tres o cuatro veces más antes de que falleciera.


Stephane Hessel fue un modelo de vivir intensa y plenamente una vida por los derechos humanos, de ejercer sus deberes ciudadanos con responsabilidad, alegría contagiosa y una vitalidad que a sus noveintaytantos seguía siendo juvenil


Stephane Hessel fue criado en esa Europa políglota y sin pasaportes de la que habla su tocayo Stefan Zweig en El mundo de ayer. Fue un hombre que cultivó la memoria y la poesía. Varias veces le oí contar cómo en los campos de concentración, sin libros, se iban recitando de memoria poesías y citas. Lo cuenta en su libro de memorias.


Él estaba orgulloso de su memoria. Creo que la última vez que le vimos fue en un evento de celebración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el Palais Chaillot de París. Ante el Ministro de Exteriores francés y un grupo de amigos, en el exterior de Palacio, antes de comenzar el evento oficial, Stepahn Hessel se subió sobre una tarima improvisada y sonrió. Como si fuera una señal la gente calló. Hessel cerró los ojos. Nadie se atrevió a romper esos breves segundos de silencio antes de que la voz de Hessel empezara a recordar, de memoria: Considérant que la reconnaissance de la dignité inhérente à tous les membres de la famille humaine…


Al principio en bajo, poco a poco su voz entrenada en la declamación, el teatro, las tribunas y los eventos públicos y callejeros fue subiendo el tono y la intención. Nos recitó los ocho párrafos del Preámbulo de la Declaración. Con los ojos cerrados, su memoria intacta nos conectaba directamente con aquel grupo de gigantes al que él, como jovencísimo secretario, había servido. Fue el momento en que más cerca estuve de tocar la historia con mi mirada.


Enemigo de todo formalismo y grandilocuencia, cuando terminó de declamar, nos miró… y se rió con una risa limpia, sencilla y joven.


Hoy quiero recomendar tres libros de memorias: El mundo de ayer, de Stefan Zweig, y Mi baile con el siglo y En resumen… o casi, de Stepahne Hessel.

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