CARTA
EXCLAUSTRADA QUINTA o SOBRE LAS FRONTERAS
Viernes,
20 de Marzo.
Este
coronavirus que nos mantiene en casa, por lo que podemos saber,
surgió en China. Ya, ya sé que hay mil teorías conspiratorias
sobre su creación en laboratorios con los fines más peregrinos y
absurdos. Pero lo que nos dice el mejor conocimiento científico
disponible a día de hoy es que tenemos evidencias suficientes para
asegurar su origen natural, por salto de animal a humano, en China.
De
China pasó a los países limítrofes, especialmente Corea del Sur (y
muy probablemente su vecina del Norte). La internacionalización de
la economía china y la amplitud de sus contactos comerciales provocó
su descontrolado desarrollo por todo el mundo. En Europa, lo sabemos
bien, la más afectada ha sido, hasta la fecha, Italia, por detrás,
acercándose peligrosamente, España. En el siguiente pelotón
Francia. Veremos en pocos días cómo evolucionan Alemania, Reino
Unido y otros. Rusia es un misterio, pero quienes hayáis leído mi
carta sobre la democracia, comprenderéis que sospeche de sus buenos
datos (escrito queda, para que reconozca mi error y rectifique si
toca cuando toque).
En
Estados Unidos Trump ha cometido importantes errores y los seguirá
cometiendo. No lo digo porque tenga yo poder de adivinación sino porque creo que actúa movido por impulsos irracionales, que no valora
el conocimiento científico y que tiene preferentemente la cabeza
puesta en los índices de popularidad y en sus negocios. Pero el
sistema descentralizado del país, que permitirá a muchos estados
tomar la iniciativa, sus sistemas de checks and balances, así como
su enorme potencia científica, social y económica, ayudará a que
la cosa pueda aguantar llegado el momento.
Más
grave puede ser el asunto en algunos países latinoamericanos. López
Obrador, Ortega o Bolsonaro parecen participar en un concurso a la
mayor irresponsabilidad. ¿Qué decir de una pandemia de este tipo en
África? A su favor tiene una pirámide poblacional muy joven. En
contra, un sistema sanitario y una organización político-social
claramente deficitarias. ¿Qué decir de la India? Mejor callo, dado
que nada interesante tengo que decir sobre países que desconozco. En
todo caso en un par de semanas estas preguntas quedarán contestadas.
Todo
esto demostraría algo que mucho autores – y más modestamente
quien esto escribe también- han tratado durante años. El mundo es
uno. Compartimos algunos desafíos que son de todos. Y compartimos
también unos riesgos que son globales. Este riesgo del coronavirus
es uno, en este momento es el más urgente, el más inminente, pero
no el único. El cambio climático es, por poner el ejemplo más
evidente, otro caso. Siempre se ha dicho que no hay que confundir lo
urgente con lo importante. Lo más urgente es ahora el coronavirus,
pero hay otros temas en la agenda 2030 ODS igualmente importantes.
El
autor canónico, de obligada referencia, sobre este asunto es Ulrich
Beck, que desde los 80 venía escribiendo sobre la “sociedad del
riesgo global”. Beck nos ha explicado con mucha antelación que el
cosmopolitismo no es ya a estas alturas una pose o una decisión de
tipo intelectual. Debemos “rechazar la suposición de que el
cosmopolitismo es una elección consciente y voluntaria, a menudo
incluso elitista”. Bien al contrario “se impone como una elección
forzosa o como una secuela de decisiones inconscientes (…) Mi
existencia, mi cuerpo, mi propia vida se convierten en parte de otro
mundo, de otras culturas, de historias y riesgos globalmente
interdependientes, sin que yo lo sepa ni quiera expresamente.”
Beck
entiende que lo propio de nuestro tiempo es esa mirada cosmopolita o
universal que hace ya imposible aquel viejo “convencimiento de que
la sociedad moderna y la política moderna sólo pueden existir si se
organizan al modo del Estado Nacional (que) se equipara a una
sociedad nacional, territorial, estatalmente organizada y rodeada de
fronteras. Pero el mundo no puede concebirse, entenderse, estudiarse
ni esclarecerse adecuadamente ni en la mirada nacional ni en el marco
de referencia del nacionalismo metodológico”.
El
cosmopolitismo del riesgo es ése donde “una dimensión excepcional
de interdependencia (…) hace su aparición en las prácticas
cotidianas que invitan a la acción política (y social)”. Ulrich
Beck (todas sus están tomadas de La Mirada Cosmopolita) llega más
lejos: “el régimen de los derechos humanos es el ejemplo clave de
cómo se suprime la diferenciación entre nacional e internacional y
se hace avanzar la cosmopolitización interna de las sociedad
nacionales, reescribiendo así la gramática de lo social y
político”. Y continúa: “mientras no exista un gobierno mundial,
son los derechos humanos y las instancias que juzgan su observancia o
inobservancia, los que fundan, otorgan o retiran la legitimidad”
(debo reconocer que no recordaba yo que Beck otorgara semejante
papel a estos órganos, lo acabo de descubrir esta mañana, mientras
ojeaba algunos de sus libros que tengo por casa para tomar alguna
frase representativa de su pensamiento. Como miembro de uno de esas
“instancias que juzga la observancia o inobservancia” he sentido
un escalofrío de enorme responsabilidad al leerlo.
Beck
concluye: “Los derechos humanos suprimen y desactivan fronteras
aparentemente eternas”.
Bien,
dejemos a Beck, no sin antes recomendar la lectura de alguna de sus
obras, y quedémonos con esto de las “fronteras aparentemente
eternas” (lo vamos a necesitar un par de párrafos más abajo).
El
caso es que, si compartimos retos y compartimos riesgos, lo mejor
sería que compartiéramos también algunos instrumentos comunes para
afrontar esos retos y riesgos conjuntamente, equilibrando, dentro de
lo posible, los legítimos intereses locales con los intereses
globales.
La
crisis del coronavirus nos coloca de morros ante esa obviedad: es
necesario reforzar los instrumentos de gobernanza global. Es fácil
decirlo, pero es mucho más difícil mantener unas políticas
nacionales y unos comportamientos sociales y personales coherentes
con esa máxima.
¿Vamos
a hacer de la agenda 2030 una prioridad global?, ¿hemos aprendido
que el conocimiento debe estar al servicio de las personas y los
pueblos y debe compartirse cuando el bienestar general está en
juego?, ¿vamos a actuar cada uno de nosotros como si eso fuera
verdad?, ¿o a la salida de esta crisis vamos a volver a consumir
como locos? Y, a lo que vamos hoy: ¿hemos aprendido que las
fronteras son inútiles para frenar los males y que por lo tanto no
deberían frenar la colaboración para combatirlos?
Por
un lado vemos estos días a políticos apostar por las repuestas
nacionalistas más trasnochadas. Torra, en un momento tan dramático,
subraya las diferencias en lugar de centrarse en la cooperación con
lealtad con quien toque por el bien común. Los políticos de VOX,
por otro lado, nos muestran como un éxito el cierre de las fronteras
y nos dicen que esto demuestra que las fronteras existen. “Sin
fronteras no hay democracia”, nos dicen ufanos. “Toda nación
existe porque tiene fronteras”, añaden (dando así la razón al
nacionalismo independentista).
Pero
a mi juicio lo que esta crisis demuestra es todo lo contrario.
Demuestra que las fronteras pueden ser un instrumento administrativo
útil para la gestión de aspectos organizativos, en ocasiones
importantes, sin duda, pero de impacto finalmente cada vez más
limitado en lo importante de nuestra vida. Nadie, ni siquiera Corea
del Norte va a conseguir resolver esta crisis pensando en sus
fronteras. Mucho más útil es pensar, por ejemplo, en la cooperación
científica y sanitaria o en el intercambio de informaciones,
experiencia y conocimientos.
Las
fronteras pueden servir para administrar o adjudicar servicios,
prestaciones o derechos, para controlar el tráfico, sus libertades y
su necesario papeleo, pero no sirve para decirnos quiénes o cómo
somos, quiénes son nuestros amigos y quiénes nuestros enemigos,
quiénes los nuestros y quiénes los otros. Las fronteras sirven
también el día del partido de tu selección para saber qué
camiseta te hará vibrar y qué goles te harán feliz o infeliz, está
bien, es divertido, jugar a ese juego de las identidades es parte de
nuestra herencia humana (eso sí que es milenario), pero hace falta
ser un poco pobre de espíritu para que a estas alturas, a una
persona de tu edad, las fronteras, las que sean, la reales o las
deseadas, le definan en un sentido más pleno, más completo,
más complejo.
Casado,
por su lado, se ha referido a la “España eterna”. Pero, ¿qué
esencia nacional es eterna?, ¿qué elemento sea político, cultural
o lingüístico o de cualquier otro orden puede ser eterno? Todo lo
humano es histórico. Todo lo creado por la cultura es una
construcción social. Y eso no es malo, es simplemente así. Puestos
a valorarlo yo te diría que a mí me gusta que sea así.
Que
la identidad nacional, la que sea, la española o la vasca, la
francesa o la rusa, sea eterna es una tontería gigantesca que espero
no tengamos que discutir en su sentido literal. Pero con justicia me
podréis decir que aquí la palabra eterno no se refiere a que no
tenga principio ni fin, sino que se alarga mucho en el tiempo. Bueno,
en ese caso te diría dos cosas. No es bueno hinchar los
nacionalismos con palabras excesivas como eterno, absoluto, destino o
universal, que nos alejan de su sentido histórico, complejo,
cambiante y maravillosamente humano y contingente. Por otra parte el
establecimiento de esencias eternas nos aleja de la libertad humana,
de la capacidad de crear y cambiar, y lo sustituye por algo impuesto,
acaso divino, pero en todo caso necesario, fatal, incuestionable… e
inhumano.
Fíjate
que el propio Macron, en su discurso en el homenaje a los veteranos
en el 75 aniversario del desembarco de Normandía, ¡qué momento más
propicio para la épica nacionalista!, tuvo que leer un texto que en
su versión original (una carta) hacía referencia a la France
éternelle. Pues bien, Macron decidió que a estas alturas hablar de
la France éternelle era un poco, digamos desfasado, y lo omitió.
Macron lo elimina a pesar de tenerlo en el guión y Casado, sin
necesidad, lo repesca.
Las
fronteras son en ocasiones instrumentos útiles para adjudicar
recursos, poderes y labores administrativas. Como son necesarios los
peajes o las sucursales bancarias o las paradas fijas en las líneas
de autobús o la asignación de poblaciones a ambulatorios de
referencia, pero cada vez nos van a decir menos sobre nuestra
identidad y sobre nuestro futuro. En el caso del coronavirus sirven
como un referente administrativo de gestión muy importante, pero no
único, ni por encima ni por debajo.
En
una sociedad contemporánea de gobernanza compleja, con ámbitos
políticos diferentes, simultáneos y superpuestos -lo global, lo
supranacional (ámbitos europeos, por ejemplo, en nuestro caso), lo
estatal y lo subestatal- la gestión política no puede ser entendida
como referida únicamente a uno solo de esos ámbito políticos, como
si fuera absoluto y excluyente definido por las fronteras. Es decir,
la política debe encontrar en el ámbito del estado un marco de
reconocimiento y aplicación importante, sin duda, quizá incluso
deba decirse que a día de hoy sea el principal ámbito de este
ejercicio, pero no es desde luego el único. Lo político, como
cualquier otro orden de nuestra vida, se mueve en un espacio que es
un continuum que comienza en lo universal y cuyos contenidos y
obligaciones (políticas y jurídicas) van aumentando y concretándose
según van acercándose los ámbitos políticos. La primera etapa de
descenso lo constituyen, en nuestro caso, los espacios europeos
(Consejo de Europa y Unión Europea). Del estatal, siguiente etapa,
puede reclamarse que sea a día de hoy el principal, pero desde luego
no el único y exclusivo marco. También los ámbitos subestatales
tienen sus poderes.
En
todos estos ámbitos políticos y administrativos del citado
continuum se crea lo público y lo político hoy en día, sin excluir
ninguno. No caben lecturas extremas: ni la idealista, según la cual
la universal es la única condición a considerar (lo cual puede ser
un principio ético impecable, pero de aplicación, si queremos ser
honestos con la realidad, política y jurídica, a día de hoy
limitada), ni la localista, según la cual sólo los míos (los
nacionales, por ejemplo), los que están a un lado de una linea que
llamamos frontera, nos deben importar.
De
esta crisis podríamos salir aprendiendo a valorar la gestión
conjunta de ciertos retos que como nos explicaba Beck son comunes y
marcan nuestro momento (estos días no necesitamos un sociólogo
alemán para entenderlo). Pues bien, para eso se inventaron las
Naciones Unidas hace ahora 75 años. Fue el primer intento de la
humanidad de poner en común ciertas metas (el progreso social), ciertos
límites (la agresión, la violación de derechos humanos, el
racismo) y ciertos medios (la cooperación, el uso legítimo de la
fuerza).
Hemos
aprendido mucho en estos 75 años, pero también hemos sufrido graves
desengaños y frustraciones porque la ONU es incapaz de responder a
la promesa de una mundo mejor, sin guerras, sin pobreza, sin
violación de derechos humanos. En alguna ocasión he hablado de
cierta maldición de la ONU: le pedimos demasiado y no le damos
recursos ni poder.
Pero
traigamos esa reflexión general a nuestro momento y tema: el
coronavirus. Veamos una manifestación concreta de esta maldición.
Hace
unas semanas, en un artículo hablaba del desfase entre lo que
pedimos a la OMS y los medios que le damos para hacerlo.
“La OMS debe emitir
recomendaciones que afectan a la salud y las libertades de millones
personas y que tienen consecuencias sobre la economía mundial. Debe
decidir en tiempo real con información limitada y cambiante, datos
inciertos que se corrigen a cada rato y conocimiento técnico o
científico reducido. Cada decisión interactúa con los datos de
formas insospechadas.
“Los estados piden a la OMS
que “actúe como autoridad directiva y coordinadora en asuntos de
sanidad internacional; ayude a los gobiernos a fortalecer sus
servicios de salud; proporcione ayuda técnica adecuada y, en casos
de emergencia, la cooperación necesaria; adelante labores para
suprimir enfermedades epidémicas, endémicas y otras; prevenga
accidentes; mejore la nutrición, el saneamiento y la higiene;
suministre información, consejo y ayuda”.
“A la OMS le pedimos que
lidere en el mundo la lucha contra las enfermedades, que proporcione
información científica rigurosa, que impida o resuelva los brotes
de ébola en África, que asegure la vacunación universal, que
erradique la polio, que preste asistencia de emergencia a los países
que no cuentan con capacidad suficiente para afrontar el reto actual
del coronavirus y le damos para ello el 50% del presupuesto de salud
de una comunidad autónoma.
“En la sociedad de riesgo
global nos interesa, incluso egoístamente, que todos los pueblos
gocen de un sistema sanitario capaz de evitar o hacer frente a las
amenazas. Necesitamos una autoridad mundial que haga frente a estas
crisis, que fomente el derecho a la salud, los sistemas sanitarios
dignos, el conocimiento científico y la calidad de la asistencia.
Pero sin dinero y sin autoridad es imposible. Congelar los
presupuestos de la OMS, cuestionar su autoridad y aumentar lo que de
ella esperamos es el camino seguro para la frustración y el
fracaso.”
¿No
crees que tiene sentido que si decimos en serio que la salud, o el
cambio climático o la pobreza o las migraciones, son un reto global
que a todos, incluso egoístamente, nos interesa que funcione bien en
todos los países, debemos profundizar en los instrumento de
gobernanza global y darles más medios y más poder? ¿O tú también
crees que lo mejor es pensar en fronteras y en identidades eternas?
Quizá eso de las identidades eternas dé para una bonita pieza
musical épica y emotiva que dar a tocar a la orquesta del titanic
global. Pero no sirve para salvarlo frente a ningún de los iceberg
que nos acechan.
Gracias por compartir tus reflexiones sobre este tema.
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