Sirva también como cariñoso recuerdo a quienes compartimos aquella aventura que fue fundar el grupo de Amnistía Internacional de la Universidad de Deusto. Y también como saludo esperanzado a los estudiantes que ahora lo componen.
Aung
San Suu Kyi, ¿de víctima a verdugo?
El año pasado
aprendimos mucho sobre el pueblo rohingya. Es un grupo de religión
musulmana que forma una minoría étnica, cultural y religiosa en un
país mayoritariamente budista como es Myanmar (la antigua Birmania).
Algunos defienden que los rohingya llevan viviendo en la misma zona
por más de 500 años. El gobierno de Myanmar sin embargo los
considera gente llegada de Bangladesh mucho más recientemente,
durante el mandato colonial británico, y allí los quiere, de
vuelta. Lo cierto es que se trata de una comunidad fuertemente
discriminada. El gobierno lleva décadas buscando su salida del país
a cualquier precio. A ese fin les presiona de mil modos, incluso
negándoles la ciudadanía, el reconocimiento civil y el acceso a
documentación.
Esta persecución
alcanzó el año pasado extremos de dureza hasta la fecha
desconocidos. La ONU, muy prudente siempre en la calificaciones
jurídicas de sus denuncias, describió lo que sucedía como “ataque
sistemático contra la comunidad rohingya que podrían posiblemente
considerarse como crímenes de guerra”. Se habló de limpieza
étnica e incluso de genocidio y, consecuentemente, se adelantó que
podían ser crímenes perseguibles penalmente por la justicia
internacional o universal.
Hace unos meses me preguntaba en estas mismas páginas por el papel de la Premio Nobel de la Paz Anug San Suu Kyi, como máxima mandataria de Myanmar. Me costaba creer que la otrora modélica mujer, la que fuera una referente de los presos de conciencia, de la paz y los derechos humanos, resultara ahora tan insensible ante semejante drama y, en el mejor de los casos, dejara hacer a su ejército. Sabíamos que Myanmar está de tal forma dominado por el ejército que San Suu Kyi es incapaz de controlarlo, cierto, pero le cabía cierta responsabilidad, al menos la dignidad de decir basta y dimitir. Me resistía a creerlo, pero San Su Kyi parecía darse la razón a sí misma cuando décadas antes había dejado escrito: “No es el poder lo que corrompe. Es el miedo. El miedo a perder el poder”.
El gobierno de
Myanamar, presionado por la comunidad internacional, ha constituido
una comisión asesora internacional sobre el desplazamiento rohingya
y su posible retorno. Pero el miembro más notorio de este grupo, el
exgobernador de Nuevo México y ex secretario norteamericano de
energía con Clinton, Bill Richardson, ha anunciado esta semana su
renuncia en los términos más duros.
A su juicio esta
Comisión es sólo un lavado de cara. Su función ha terminado por
rasemejarse a la de un grupo de coristas nombrados para aplaudir al
gobierno. Richardson ha criticado fuertemente a San Suu Kyi por su
incapacidad de mostrar humanidad en este caso y por limitarse a
acallar a la prensa y a los defensores de derechos humanos,
precisamente los dos sectores que la protegieron en los tiempos duros
en que ella era perseguida por el régimen militar. Richardson fue
un de aquellos admiradores de la ya perdida Aung San Suu Kyi.
Cuando en mis años
de estudiante formamos el Grupo de Amnistía Internacional de la
Universidad de Deusto, Aung San Suu Kyi fue una de las primeras
víctimas por las que trabajamos. Me siento orgulloso de aquel
trabajo. Y me siento, como Richardson, decepcionado.
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