martes, 31 de marzo de 2020

CARTA 16 o DE LO QUE NOS CONTAMOS AL SALIR DEL CINE



CARTA DECIMOSEXTA

o DE LO QUE NOS CONTAMOS AL SALIR DEL CINE



Martes, 31 de Marzo.


La memoria es lo que nos queda de los momentos, de los eventos, de las personas y de las cosas una vez han pasado y se han ido.


Sería una definición razonable. Pero también discutible, al menos por dos razones.


La primera es que la memoria es muy creativa, por decirlo en bonito y no acusarla directamente de traicionera. Tanto la memoria personal como la colectiva acostumbra con frecuencia a aportar de su propia cosecha cada vez que es convocada. De modo que la memoria es mucho más que lo que nos queda de lo que fue. Con demasiada frecuencia se le quedan pegados nuevos detalles, nuevos colores, nuevos matices, nuevos significados que no estuvieron allí.


Con el tiempo uno va aprendiendo que la memoria, por muy honesta y bien intencionada que sea, no siempre resulta muy fiable, ni la individual ni la colectiva. A veces no es tanto un recuerdo de lo sucedido, es decir, un recuerdo de la cosa, sino un recuerdo del recuerdo de la cosa, o un recuerdo del recuerdo del recuerdo de la cosa y así hasta cuantas veces quieras. Podemos parafrasear aquí a Vila-Matas cuando en su última novela, Esa bruma insensata, decía que la novela de no-ficción “cree estar copiando lo real cuando en verdad sólo está copiando la copia de una copia de una copia”. Hablando de memoria estamos siempre ante un recuerdo un tanto creativo, libre, juguetón, por así decirlo. Por eso la idea de que toda memoria nacional es siempre inventada, lo cual no es dicho en demérito o como reproche: lo humano es siempre de alguna forma recreado y eso no siempre es malo, si se gestiona con un mínimo de rigor.


La segunda razón por la que no me convence la definición que yo mismo he propuesto, es que la memoria no es algo que únicamente nos contamos cuando la cosa ha pasado, sino que la vamos creando en el momento en que sucede, en el momento que vamos viendo, sintiendo, sufriendo o viviendo la cosa, en la forma en que la nombramos, le ponemos palabras, valores, colores e intenciones, en la manera que nos la recitamos, en la medida en que miramos a un lado y evitamos mirar a otro.


¿A qué viene todo esto? A que hoy seguimos inmersos en el tiempo que nos parece eterno por ser presente. Pero muy pronto será pasado. En unas semanas saldremos de ésta y nos contaremos lo que nos ha pasado. Nos contaremos la primavera del 20.


Ahora es el momento de prepararnos para saber qué memoria vamos a elegir y vamos a compartir. Para cuando nos demos cuenta cada uno de nosotros estaremos repitiendo recuerdos con las mismas palabras, y esas frases se convertirán primero en la forma de los recuerdos y tal vez, al final, en su significado.


Elijamos bien por tanto cómo nos contamos lo que nos pasa y con qué palabras. Qué momentos estamos contando y repitiendo. Qué sensaciones decidimos regurgitar y cuáles dejamos correr. Lo diré aún a riesgo de parecer excesivo: ese tipo de decisiones inconscientes va marcando quiénes somos, cómo nos vemos, cómo nos presentamos y cómo nos ven.


Dos tipos salen de ver la misma película. Uno nos contará que las palomitas estaban rancias y el otro, quizá, nos haga entender aspectos de la película que nos emocionan o enseñan. Lo que nos cuentan dice más de ellos mismos que de la peli. El político Toni Cantó colgaba hoy en Twitter una imagen en que una bebé se caía dormido como respuesta a un tuit de Innerarity con consideraciones interesantes sobre el momento que vivimos. Quizá creía estar burlándose del filósofo cuando en el fondo se estaba retratando como una inteligencia débil que se cae rendida al menor esfuerzo mental superior al insulto. Nada nos dice su mensaje sobre lo que Innerarity ha escrito, pero nos informa mucho sobre su autor. Lo que pretendía ser una mordaz crítica era en realidad un cruel autorretrato.


Pero la memoria no solo es personal. Es también colectiva. A eso se le ha dado en llamar memoria histórica pero podría igualmente ser memoria compartida o social. El término “histórica” no hace necesariamente referencia a distancias temporales amplias, sino al hecho de que es algo que marca nuestra existencia colectiva. Por eso podemos hablar, sin fallar a las palabras, de memoria histórica en relación no sólo al bombardeo de Durango cuyo 83 aniversario se conmemora hoy, sino al terrorismo de ETA, al golpe de Estado de Tejero, a la caída del muro de Berlín, al atentado contra las Torres Gemelas, al 11 M de Atocha o incluso al 15 M de la Puerta del Sol. Son historias que nos contamos: idealizadas o ridiculizadas, con mayor o menor respeto por los hechos.


Antes de lo que creemos tendremos algo así como una memoria colectiva de lo que fue esto que ahora nos está pasando y nos pondrán en los especiales de la tele imágenes de los aplausos de las 8 como ahora nos meten imágenes de la transición.


Es importante que cuidemos y prepararemos desde ahora ese recuerdo. El recuerdo es muchas veces consciente de sí mismo, a menudo ha interesado antes de construirse. El Diario de Anna Frank nos llegó en su actual forma porque Anna quiso dejar recuerdo organizado.


Hay tres grandes riesgos, a mi juicio, que nos pueden traicionar la memoria colectiva de este momento: la tentación del heroísmo; el papanatismo de la excepcionalidad; y el cainismo partidista.


- De la tentación del heroísmo ya hemos hablado. Pero me parece más un problema del presente que del futuro: es tan ridículo que no le veo mucho recorrido. Salvo que seas sanitario de IFEMA o de la UCI o cuidador de ancianos o cosa similar, no creo que tus nietos se sientan muy impresionados por aquellas míticas cuatro o seis semanas que estuviste en pijama viendo series, comiendo yogures de plátano y creyéndote científico porque entendías las gráficas de la progresión de contagiados que te llegaban por whatsaap.


- El papanatismo de la excepcionalidad es más peligroso. Todos necesitamos sentirnos especiales como personas y como colectivos. Por eso nos gustan tanto creer que somos distintos. De ahí el éxito del Spain is different. Estamos dispuestos a creernos cualquier cosa que nos haga excepcionales y, por alguna extraña parafilia del sentir, si esa cosa es mala, mejor. España está seguramente reaccionando de una forma ni mucho mejor ni mucho peor que sus vecinos con problemas similares. Pero esa visión carece de morbo, no nos despierta del letargo, no nos motiva. De modo que preferimos creer que en ningún país pasa lo que aquí pasa. Preferimos creer que en ningún país el gobierno ha sido tan desastroso al no prever la compra de mascarillas o en ningún país las decisiones se han tomado tan tarde. Y sin embargo España no es tan especial, ni para lo malo ni para lo bueno. El papanatismo de la excepcionalidad, especialmente cuando se cruza con ese narcisismo a la inversa que es la atracción por lo negativo, altera nuestra visión de lo que nos pasa y construye peligrosos recuerdos. Pero lo mismo cabe decir de cualquier otra entidad política. De Euskadi, por ejemplo, donde de nada sirven los datos ante la atracción de la excepcionalidad negativa. Lo que nos lleva al siguiente riesgo.


- El cainismo partidista. Tenemos una política que funciona sobre la destrucción del adversario más que sobre la construcción de propuestas enriquecedoras para el conjunto de la sociedad. No voy a caer yo ahora en el papanatismo de la excepción: esto es así en España y los Estados Unidos y en el Reino Unido y en México. No se trata de poder aportar algo al país, se trata de hacer daño al oponente. Eso nos llevará a tergiversar los datos para concluir que todo se hizo mal, que todo fue un desastre, que cualquiera lo habría hecho mejor porque nada se pudo hacer peor. Y corremos el riesgo de creerlo. Y olvidaremos que la gente se ayudó y que la mayor parte hicieron lo que pudieron. Y subrayaremos dos datos negativos sacados de contexto para condenar el conjunto.



Se dice a veces que la memoria histórica crea más fácilmente conflictos y guerras que paz, convivencia y entendimiento. David Rieff dice en Contra la memoria, que “la memoria histórica casi nunca es tan receptiva a la paz y a la reconciliación como lo es al rencor, los martirologios contendientes y la animadversión perdurable”. Tengamos cuidado.



Estamos a tiempo de crear una memoria colectiva positiva enriquecedora de lo que nos está pasando. Construir la memoria no es la tarea de mañana, es la de hoy. Podemos crear una historia que nos ayude a crecer y aprender, o una memoria que nos empequeñezca y haga miserables. No le llames, si no quieres, memoria histórica. Llámalo de otra forma. El gobierno de España hace poco cambió el nombre de su Dirección General de memoria, que ha pasado de Memoria Histórica a Memoria Democrática. Se hizo hace meses. Nada que ver con este asunto. Pero podría haber sido providencial: necesitamos una memoria democrática de lo que nos está pasando. Una memoria que sea doblemente democrática: democrática porque está hecha entre todos, como entre todos tenemos que salir de ésta; y democrática porque nos enseña que la democracia sirve, con sus errores y limitaciones, para convivir y para salir de problemas como este.



Pero para aprender necesitamos una memoria equilibrada. Y es que una memoria maniquea, prostituida y vendida a fines políticos donde todo se hizo bien o todo se hizo mal, nada nos enseñará.



Los totalitarismos y los populismos siempre han pretendido destruir la memoria. Eso nos lo explica bien Tzevtan Todorov en Los abusos de la memoria. Y por eso, nos señala el autor francés, es tan importante contar y recordar y dejar memoria con rigor y humanidad, con honestidad y con empatía.



La memoria no es algo que sucederá. La memoria es lo que estamos construyendo ahora.



Los libros de hoy han sido citados: Esa bruma insensata, de Vila-Matas; Contra la memoria, de David Rieff; el Diario de Anna Frank; y Los abusos de la memoria, de Tzevtan Todorov.

lunes, 30 de marzo de 2020

CARTA QUINCE o SOBRE SI TÚ PODRÁS COMPRAR LA VACUNA



CARTA EXCLAUSTRADA DECIMOQUINTA


o SOBRE SI TÚ PODRÁS COMPRAR LA VACUNA






Lunes, 30 de Marzo


Ayer El País publicaba un artículo del Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz que comenzaba así: “Como educador, siempre estoy buscando “momentos enseñables” -episodios actuales que ilustren y reafirmen los principios sobre los que he venido enseñando-. Y no hay nada como una pandemia para centrar la atención en lo que realmente importa.”


Me gusta eso de los teachable moments. Yo, más modestamente, procuro empezar las clases con una noticia de actualidad, del mismo día o la víspera, que tenga que ver con lo que vemos en el curso. Si te digo la verdad, creo que esa metodología despierta interés o si quiera simpatía en un porcentaje modesto de alumnos. A otros muchos parece que la actualidad del día les resulta ajena, sea la cumbre del cambio climático en Madrid, el episodio de turno del Brexit o la elección de la Comisión Europea parece que lo que cuentan los periódicos del día no va mucho con sus intereses. Lo digo con dolor. Si esta pandemia, este inesperado y gigantesco teachable moment, ayuda a alguno a caer en la cuenta de que lo que pasa en el mundo le afecta y le debe interesar, que tiene que estudiarlo con rigor, que entenderlo bien le ayuda, algo positivo habríamos sacado en limpio de este lío.


Quizá estas cartas sean mi intento desesperado de aprovechar este gran momento de enseñanza, este gran teachable moment.


Seguramente recordaréis que hemos mencionado al maestro Emilio Lledó en estas cartas. Casualmente La 2 de TVE ha emitido este fin de semana un precioso documental sobre su vida. Algo especial y mágico debía tener estética y humanamente ese documental. Yo lo puse a la hora que, tras la cena, me senté con mis hijos de 12 y 14 años a ver la tele. Lo puse en silencio, sin mayor comentario que decirles que ese personaje era muy especial para mí. Lógicamente no confiaba en verlo entero, esperaba que al rato mis hijos me pidieran que pusiéramos otro programa más apropiado para compartir en familia. De vez en cuando me volvía disimuladamente y les veía mirar atentos, sin perder detalle. Esto demuestra dos cosas: que el documental conseguía transmitir la magia de una vida plenamente vivida; y que a todas las edades estamos todos perfectamente capacitados para disfrutar de programas buenos si le ponemos un poco de ganas.


En el documental hablaban viejos alumnos que le recordaban como un profesor que huía de impartir una asignatura al uso. Lledó mismo llegó a emplear dos palabros horrorosos, que precisamente por horrorosos eran los adecuados para referir el horroroso significado buscado: asignaturesco y asignaturil. Lledó menciona cómo aprendió en Heidelberg, de maestros como Gadamer, lo que era la universidad verdadera: ir a los textos originales y dialogar con ellos.


Estos días hablamos mucho de las vacunas y de la lucha de los países y los laboratorios por adelantarse y ser los primeros en llegar a esa meta. Hablamos de la ingente cantidad de recursos que destinamos a ese fin. Hablamos de lo que los laboratorios que la consigan van a ganar con ello. Es un inmejorable teachable moment para hablar de los regímenes de propiedad intelectual y su relación con el disfrute del derecho a la salud. De ir a los textos y dialogar con ellos.


Estos días ha salido en prensa seria la noticia de un demencial intento del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, de comprar a un laboratorio alemán los derechos de una vacuna contra el coronavirus con la intención de facilitarlos únicamente a los EEUU. A pesar de que es una noticia que ha sido reproducida por los medios más serios y que cuenta con confirmaciones de algunos de sus extremos por parte de fuentes oficiales, hay algunas cosas que no cuadran. No es una fake news, pero sí una historia no bien contada. Trump es un personaje del que nos podemos esperar cualquier cosa tonta y absurda, pero, ¿podría hacerse con la patente de una vacuna e impedir su acceso al resto del mundo? Si esto no es un teachable moment, no sé qué puede serlo.


Veo muy probable que Trump haya hecho ofertas económicas por investigaciones de la vacuna. Es su estilo por varias razones. Es un hombre que cree que todo se arregla con dinero. Tener la oportunidad de decir a su electorado que los norteamericanos serán los primeros en disponer de la vacuna le haría arrasar en las elecciones y quedar como el salvador de su país, como el padre de la patria, como el más grande presidente desde la Segunda Guerra Mundial: ni en sus más húmedos sueños habría podido soñar algo parecido. Su ego se encontraría con su momento de gloria, con su día de la victoria sobre Japón sin necesidad de 4 años de guerra, con su hombre en la luna sin necesidad de 9 años de investigación.


Una vez dueño de la patente, también le veo moralmente capaz de jugar con ella para conseguir réditos políticos, para castigar a unos y premiar a otros, para humillar a unos (que paguen el muro si quieren la vacuna, por ejemplo) y, seguramente, para conseguir favores para el imperio Trump (veríamos hoteles Trump en torres doradas en la Plaza del Vaticano o en pleno Trocadero, si fuera necesario).


Pero en este momento la película empieza a adquirir unos tonos un poco excesivos. Como si fuera un plan diseñado por aquel Lex Luthor, el malo de Superman, interpretado por Gene Hackman.


¿Podría Trump realmente abusar de semejante forma de una patente?, ¿deberían el resto de países aceptar las condiciones que su capricho marcara?


El régimen de propiedad intelectual global garantiza, es cierto, derechos muy importantes para quien dispongan de la patente de la vacuna. Además es justo que así sea, esas expectativas legítimas de beneficio suponen un incentivo importante para la investigación científica que a todos nos beneficia. Pero esos derechos, aun siendo importantes, no son absolutos y están sometidos a límites, especialmente cuando se enfrentan al derecho a la salud o a las situaciones de emergencia como la actual.


Si esto fuera nuestro teachable moment para una clase de propiedad intelectual podríamos decir algo sobre la OMC y sobre el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC, Marrakech, 1994). Y estudiaríamos lo que nos cuenta su art. 8 “para prevenir el abuso de los derechos de propiedad intelectual por sus titulares”; o las excepciones del 27 para “excluir de la patentabilidad (…) para proteger la salud o la vida de las personas”; o, sobre todo, el art. 31 sobre los “usos sin autorización del titular de los derechos”, que permite cierto margen a los Estados que “podrán eximir de esta obligación en caso de emergencia nacional o en otras circunstancias de extrema urgencia, o en los casos de uso público no comercial”.


Obviamente este derecho no se puede ejercer sin causa justa, sino únicamente cuando el titular de la patente o bien no facilita el bien que es de necesidad, o bien no en cantidad o calidad suficientes o no a un precio razonable.


Esto es importante, el dueño de la patente tiene todo el derecho a cobrar razonablemente por su uso, pero en ningún caso el sistema de propiedad intelectual internacional le permite abusar de ese bien. En ese caso el Estado puede y debe tomar acciones legítimas y legales en defensa de su población pagando, eso sí, un justiprecio razonable.


Estos conflictos se han dado en la práctica incluso llevando a situaciones internacionales muy duras. Pensemos en los tratamientos con el SIDA en Sudáfrica o de las polémicas sobre los genéricos en la India. Afortunadamente mucho ha avanzado la comunidad internacional en la gestión de este equilibro entre Propiedad Intelectual y Derecho a la Salud.


Como profesor de Derecho Internacional de los Derechos Humanos me vas a permitir sólo un añadido. A veces se dice que el derecho de propiedad intelectual es también un derecho humano y por lo tanto también requiere una protección especial. Bien, es una verdad a medias.


Es cierto que la Declaración Universal de los Derechos establece que “toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.”


Es cierto por lo tanto que todos tenemos derecho a que se respeten los intereses morales y materiales de nuestras invenciones o creaciones. Pero atención: de las producciones científicas, literarias o artísticas de las que he sido autor. La Declaración está refiriéndose como derecho humano a los derechos de los autores sobre su obra.


Es decir, la construcción de un derecho de propiedad intelectual que puede comprar y vender y negociar con las patentes de propiedad intelectual en una muy legítima rama del derecho internacional que puede jugar un muy importante papel en la protección de artistas y creadores, y que crea importantes incentivos para la investigación científica de la que todos nos beneficiamos, pero no es un derecho humano. Cuando el derecho de propiedad intelectual entra en conflicto serio con los derechos humanos -a la vida o a la salud, por ejemplo- los derechos humanos priman.


En todo caso lo ideal es crear un buen equilibro entre las necesidades globales de salud y los intereses legítimos de quienes invierten en investigación.


Trump o quien quiera que tenga los derechos de la vacuna adquirirá un poder enorme: dinero, prestigio e influencia. Pero no un poder absoluto que, en caso de abuso, no aceptaría ni el derecho internacional ni los derechos domésticos, permitiendo ambos derechos medios legítimos de adaptarse a la situación y primer los derechos de las personas.


Aquí dejo la clase y recupero el teachable moment para todos. Lo digo porque frente a la posibilidad de que hubiera un tratamiento contra el coronavirus y nos fuera negado al acceso, todos entendemos como algo evidente, obvio, de justicia, que nuestros estados y la comunidad internacional nos debería proteger contra ese abuso. Vemos evidente que tendríamos el derecho a usar ese conocimiento.


Es bueno que el coronavirus nos permita entender esto. Así cuando las empresas propietarias de las patentes médicas sean españolas, holandesas, francesas o alemanas y los pacientes sin medios estén en la India, en África o en Brasil, como ha pasado en tantas ocasiones, quizá en Europa apreciemos el problema con mayor sensibilidad y solidaridad.


El sábado, en el marco de la promoción del documental que hemos comentado, publicaba El País una entrevista al maestro Lledó. A la pregunta obligada sobre qué aprenderemos de esta experiencia que nos toca vivir, contestaba: “ Ojalá que pase algo positivo. La esperanza es que nos reinventemos para mejor, que maduremos como sociedad. Aunque no quisiera decir que seamos mejor, no me gusta ser moralista. Prefiero decir, simplemente, que seamos algo más, que después de esta crisis del virus intentemos reflexionar con una nueva luz, como si estuviésemos saliendo de la caverna de la que hablaba el mito de Platón”.


Yo tampoco quiero resultar moralista. No pido que seamos mejores, pero sí que este teachable moment que vivimos nos permita entender, “con nueva luz”, el problema del acceso a la salud de tantos otros. Cuándo salgamos de ésta seremos más pobres y tendremos más necesidades: ¿seremos capaces de colaborar con otros países o con las organizaciones internacionales con la inteligencia de la que hablábamos el otro día?


Hoy hemos citado a dos autores. Tocan por tanto dos libros: Cómo hacer que funcione la globalización, de Stiglitz; y Días y Libros, el primer libro que yo leí de Emilio Lledó, en mis tiempos de universitario, y que me hizo enamorarme del pensador: es una impagable colección de artículos breves de diverso formato y ocasión, sobre sus experiencias, lecturas o reflexiones.

domingo, 29 de marzo de 2020

CARTA DECIMOCUARTA o DE QUIÉN MANDA EN EL MUNDO


CARTA DECIMOCUARTA o DE QUIÉN MANDA EN EL MUNDO




Domingo, 29 de Marzo.




Hace unos meses la Academia Vasca de las Ciencias, de las Artes y de las Letras, Jakiunde, me invitó a participar en el programa Jakin-mina, que traducido al castellano podría ser algo así como deseo, añoranza o pasión por saber. Se trata de reunir a un grupo selecto, por sus resultados pero sobre todo por sus ganas, de estudiantes de Bachillerato para presentarles a una persona que tenga cierta experiencia o proyección en su campo y les imparta una charla que les motive por ese campo del saber.

Juan Ignacio Pérez, que ya ha salido en estas cartas, director de la Cátedra de Cultura Científica, me llamó para que diera a unos cuarenta chavales una charla sobre algún tema relacionado con las Relaciones Internacionales. Me encantó la idea y me tomé muy en serio el reto. Me pensé mucho qué tema elegiría que pudiera ser interesante, intelectualmente retador, pero también accesible sin formación o conocimientos especiales y, finalmente, que tuviera que ver con su vida o sus preocupaciones.

Se me ocurrió preparar una charla con un título ambicioso y que despertara debate: ¿Quién gobierna el mundo? La charla generó, creo yo, cierto interés y terminó con un buen debate. Luego volví a dar esa charla, en inglés, a un no menos selecto grupo de amigos en uno de esos intelectualmente nutritivos fines de semana organizados por mi amigo, y colega profesor en la Universidad de Deusto, Eoin McGirr en su casa de campo de Villabasil (Burgos).

Me interesa recordar esa charla porque creo que lo que allí trabajamos puede releerse de nuevo a la luz de lo que nos está pasando estos días y de pronto todo aquello recobrar nueva luz y posibilidades.

Para empezar comenzaba la charla con una idea de qué es el poder y para ello me apoyaba en el libro El Poder, de Bertrand Rusell, lo que me daba la oportunidad de presentar a un autor que para mi generación y, sobre todo, para la anterior, fue muy importante y es, me temo, cada vez más desconocido. Pues bien, para Rusell, “poder es la producción de los efectos deseados”. O dicho de una forma más coloquial, poder sería la capacidad de conseguir que suceda lo que quiero que pase. El poder puede ser producto de un ejercicio de fuerza física, motivación, premios, castigos, propaganda, sugerencia, atracción, influencia, educación, valores o muchas otras formas intermedias o compuestas. Si el resultado es que consigues que las cosas sucedan, es que tienes poder.

Preguntarnos quién tiene la capacidad en el mundo de conseguir que las cosas sucedan como él quiere, sería, por lo tanto, preguntarnos quién tienen poder o, dicho de otro forma, quién manda en el mundo, quién gobierna el mundo.

No sé si te parece una cuestión muy teórica, pero resulta que hacerte esta pregunta y reflexionar sobre sus respuestas será clave estos día para entender lo que nos pasa y además definirá cómo vamos cada uno de nosotros a interpretar la información que nos llega y cómo vamos a reaccionar. La respuesta de cada uno de nosotros a esta pregunta determinará la facilidad con la que vamos a creer determinados bulos que nos inundan estos días. De modo que reflexionar sobre quién gobierna el mundo va a resulta un ejercicio de utilidad muy práctica para hacer frente a estos días de encierro.

En el siglo XIX habríamos afrontado este debate en términos de Idealismo o Materialismo, según nos pareciera que lo que realmente mueve el mundo es la ideología o la economía. Aquí la irrupción de Marx es capital (nunca mejor dicho) para enriquecer este debate. Para él toda la ideología es una superestructura que oculta la relación real de fuerzas que se mueve en el ámbito económico. Mi libro preferido sobre la vida y la obra de Marx sigue siendo un libro que leí en mis tiempos de universitario: Marx, de Isaiah Berlin. Te sugiero que si vas a leer una sola cosa de Marx, esa esto.

En el siglo XX hablaríamos más de realismo que de materialismo. Y así las escuelas de pensamiento de las Relaciones Internacionales son una dialéctica entre realismo e idealismo, según pienses que el mundo esté gobernado por la fuerza y el dinero (realismo) o por los principios, las ideas, los valores y los movimientos culturales o ideológicos (idealismo). A mí esta dicotomía nunca me ha gustado, porque asume, en la propia forma de nombrar las cosas, que unos se basan en la realidad y otros en las ideas, lo que sugiere que unos trabajan sobre lo realmente existente y otros sobre lo que sería deseable, unos conocen el mundo real y otros son unos soñadores. Ya puesto a llamar a unos realistas, ¿por qué no terminar la tarea y llamar a los otros ingenuos? Creo que la división materialismo/idealismo es terminológicamente más neutral. Pero acepto la palabra realismo dado que es lo que hay en la teoría de las Relaciones Internacionales del Siglo XX, especialmente en su segunda mitad.

Bien, hasta aquí las pinceladas teóricas necesarias para salir al campo de batalla y enfrentados, bien armados, a la pregunta del día: ¿quién manda en el mundo?  

Algunos nos dirán que los Estados. Son lo que tienen los ejércitos e incluso las armas nucleares. Algunos nos señalarán a los líderes mundiales, por ejemplo, Putin o Trump o Xi Jinping. Sin duda tienen un gran poder. Pero muchos de ellos tienen límites internos, ¿quién manda más: el presidente o el poder legislativo o el Comité Central? Algunos estados conservan poderes económicos y financieros clásicos, pero otros no. Lo siento, pero la soberanía no es la cosa uniforme que fue. Finalmente la capacidad real de ejercer esos poderes puede ser muchas veces limitada por factores externos.

El poder militar es importante sin duda, pero ahora vemos que no lo define todo, dado que las grandes amenazas globales pueden ser tanto militares como tecnológicas o biológicas.

¿Quizá el poder se haya transmito a las grandes alianzas? ¿ A la OTAN o a la UE o al G7 o al G20? Son muy poderosos, sin duda, pero de autonomía limitada. ¿O quizá el poder se ha transmitido a los espacios del multilateralismo global como la ONU o la OMC o el FMI, el Banco Mundial o la OMS? Bueno, son espacios con poder, sin duda, pero con capacidad, como estamos viendo estos días, limitada y autonomía frecuentemente muy parcial y sometida para muchas cosas a la de los Estados.

¿Quizá sea la economía la que manda? Pero entonces ¿qué actores son esos? Podemos citar a los bancos o a las multinacionales, pero sus intereses pueden ser muy contrapuestos y su poder limitados a normativas estatales, incluso extraterritoriales, importantes. Desconocer estos límites no es ser realista, es ser ignorante. Las multinacionales de la energía tienen mucho poder, pero no tanto como para doblegar otros contrapoderes o como para ignorar los movimientos, deseos y necesidades de sus consumidores, por ejemplo. Las grandes compañíaS de comunicación o de Internet o big data son muy poderosos: ¿más o menos que las energéticas?

El poder de estas compañías de comunicación es un muy particular: se basa más en su capacidad de llegar a nuestra cabeza y a nuestro corazón que a nuestro bolsillo. Facebook o Twitter tienen mucha pasta, pero tienen un poder superior: influyen en lo que pensamos. Lo mismo podríamos decir de los imperios clásicos de comunicación o de los nuevos, como Netflix o HBO, por ejemplo. Yo viví en tiempo real la crisis de Chernóbil y luego he leído cosas al respecto, aún así lo que piensO de aquella crisis, sus causas, sus imágenes, sus sensaciones están claramente marcadas por la serie de HBO.

¿Y quÉ decir de los big data? Yuval Noah Harari, uno de los ensayistas más relevantes del momento, dice en sus 21 lecciones para el Siglo XXI, ni más ni menos, que la propiedad de los big data “bien pudiera ser la cuestión política más importante de nuestra era”.

Antes se decía que las guerras del futuro se harían por el agua. Otros, pase lo que pase, lo interpretan todo en clave de petróleo y es que quien tiene un martillo, dicen, sólo ve clavos. Otros te dirán que la clave es el acceso a los alimentos y otros que el acceso a los minerales escasos claves para el desarrollo de las tecnologías. Bien, todo eso sin duda da grandes ventajas.

Pero los principios y los valores también tienen su peso en la relaciones internacionales. Todos hacemos ciertas cosas y dejamos de hacer en función de valores que son culturales. Lo mismo que las tendencias y las modas que adoptamos creyéndonos libres pero casualmente cuando toca.

¿Y qué decir de la ciencia y el conocimiento? Hoy vemos que la búsqueda de una vacuna contra el coronavirus se ha transformado en una nueva carrera espacial con lo mismo en juego: la preeminencia mundial, la ventaja cultural pero también comercial e ideológica, el control de la situación. Quien domine la ciencia y la tecnología en los próximos años, quien posea más y mejor conocimiento, tendrá tanto poder como el que más.

¿Y lo ciudadanos?, ¿contamos algo?, ¿podemos cambiar algo? ¿Y como consumidores?, ¿tenemos algún papel?

Por fin no faltan los entusiastas de los poderes ocultos, de las confabulaciones y de los oscuros grupos que en sus misteriosas reuniones mueven los hilos del mundo. A Franco le encantaban las confabulaciones judeomasónicas y 60 años después aún hay muchos a los que una buena confabulación con judíos por medio le sigue poniendo muy caliente. El Club Bildberg o los Illumninati puedes igualmente funcionar estupendamente. Tienen la ventaja de que pueden explicar cualquier cosa. Además, como todo es secreto no es necesario presentar pruebas o si quiera datos. Basta con tu decisión de creer: “creo que existe gente por encima de los club Bilderberg. Si aparecen ahí es que esos no son los que controlan. Hay alguien que sí que lo controla. No conocemos a los que de verdad dominan el mundo.”

Si preguntas quién maneja el mundo, los más probable es que la gente acuda a alguno de estos actores o elementos que he citado. Podríamos reunirlos en varias familias de respuestas:

- las más materialistas: el poder está en la fuerza, en lo militar y en lo económico;

- las más políticas o formales: el poder está en los gobiernos y en las instituciones internacionales:

- las participativas: los ciudadanos, como agentes políticos y como consumidores, cambiamos el mundo;

- las más culturales: lo que mueve el mundo son las ideas, la información y el conocimiento;

- las confabulatorias: lo que mueve el mundo son agentes secretos y misteriosos.




Si quieres mi posición, creo que las teorías conspirativas son muy infantiles y, sobre todo, desconocen la complejidad del mundo. Responde a una necesidad muy atávica nuestra de creer que hay un culpable, una mente organizadora, un relojero allí fuera (“hay alguien que sí que lo controla. No conocemos a los que de verdad dominan el mundo”). En caso de que sea cierto lo que hemos dicho en estas cartas y el mundo es complejo, eso significa que nadie, ni Microsoft, ni Amazon, ni Facebook, ni la CIA, ni el Ejército chino, ni el Vaticano, ni los Illuminati, ni ningún Club del mundo, ni todos ellos juntos, tienen la inteligencia suficiente como para controlar todas sus variables y la suma de reacciones imprevisibles ante cualquier acontecimiento. Con lo cual es imposible que haya una reunión en que se decida qué va a pasar y se coloquen las fichas en su sitio y se convoquen a la siguiente para recoger los frutos y maquinar la próxima jugada.

Descartadas las opciones confabulatorias, nos quedan las teorías materialistas, las políticas, las participativas y las culturales. ¿Por cuál me decanto yo?

Por ninguna en solitario. No creo que ninguna de ellas pueda explicar por sí sola el mundo. Me aburren quienes ven detrás de todo el petróleo o la energía, o las multinacionales, o a Trump o a Putin, o a la sociedad civil o cualquiera que sea el martillo que le hace interpretar todo como clavo.

Dependiendo del tema, dependiendo del problema concreto, del conflicto concreto que estemos tratando, dependiendo del momento, del elemento al que nos refiramos, la clave podría ser una u otra. Habrá un conflicto en que la clave del petróleo será determinante, pero en otro lo será la clave religiosa. O más complicado aún: un mismo conflicto puede empezar como una cosa y desarrollarse como otra y terminar como una tercera. O más complicado aún, ese conflicto puede tener multitud de claves operando simultáneamente y retroalimentándose de la forma más intrincada e impredecible. Que sólo veamos petróleo o intervención gringa o multinacionales o judíos o rusos o intereses comerciales u opiniones públicas o propaganda o conflicto religioso no revela, por mucho que nos empeñemos, que el conflicto sea simple, sino probablemente lo que refleja es que nuestra mirada es simple y monocolor.

¿Quién gobierna el mundo? Pues me temo que nadie y que todos.

Y volvemos al principio. ¿Tiene todo esto algo que ver con lo que estamos viviendo?. ¿Hace falta que lo diga? Tiene todo que ver.

Si te gustan las teorías conspirativas te parecerá posible que alguien descubra un oscuro grupo que ha invertido en unos laboratorios que quizá hayan desarrollado el coronavirus o lo hayan extendido o tengan la cura preparada. Como todo es muy secreto, no hay pruebas, con lo cual no es necesario tenerlas, bastan las ganas de creer.

Hay otros, por ejemplo, que te dirán que “los amos de la humanidad son los conglomerados de empresas multinacionales, las grandes instituciones financieras, los imperios comerciales y similares”. Bueno, eso es, en el mejor de los casos, una parte de la película, pero no explica la trama entera.

Frente a quienes te animen a entender lo que nos está pasando con una sola clave, la que fuera, sea económica, comercial, militar, geoestratégica, científica, cultural, social o lo que sea, busca mejor explicaciones más complejas, con más claves. Nadie manda en el mundo de manera suficientemente hegemónica. Nada lo controla en exclusiva. No hay un lugar donde el poder mundial se deposita o gestiona.

¿Quién manda en el mundo? Es una pregunta tan interesante precisamente porque no tiene una respuesta única, clara y cerrada. Por eso me gusta.

Y las lecturas de hoy salen solas: Poder, de Bertrand Rusell; Marx, de Isaiah Berlin; y 21 lecciones para el Siglo XXI de Yuval Noah Harari.

sábado, 28 de marzo de 2020

CARTA DECIMOTERCERA o DE CUÁNTO, CÓMO Y HASTA CUÁNDO PARAR


CARTA DECIMOTERCERA o

DE CUÁNTO, CÓMO Y HASTA CUÁNDO PARAR






Sábado, 28 de Marzo.
Estos días teníamos un debate sobre la pertinencia del confinamiento total y de suprimir todas las actividades no esenciales. El debate venía lo mismo de la derecha en Murcia, que de la izquierda en Euskadi o del gobierno catalán. A mi juicio plantear este asunto como un dilema plano entre dos bienes en conflicto, salud pública versus actividad económica, era falso e inútil. Así planteado todos nos inclinamos por el valor de salud y la vida. Fin de la discusión. Primum vivere et deinde lo que sea.

Alguno parecía ver a los empresarios o a los ministros a los que les toca gestionar el caos, en los colores que Dickens empleó para describir a su famoso personaje anti navideño:

¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebañaba, apresaba! Duro y agudo como un pedernal al que ningún eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y solitario como una ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones y afilaba su nariz puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba rigidez a su porte; había enrojecido sus ojos, azulado sus finos labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz raspante. Había escarcha canosa en su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura; él hacía que su despacho estuviese helado en los días más calurosos del verano, y en Navidad no se deshelaba ni un grado”.



Pero esto no es una película de buenos y malos. No es un dilema de salud frente a economía o política. No se trata de protagonismos entre gobierno y oposición. No se trata de rivalidades territoriales. El dilema real ante el que nos encontramos es más complejo. Se trata de cómo garantizar el máximo de salud pública, presente y futura, al tiempo que mantenemos en lo posible una actividad económica compatible con esa prioridad, salvaguardando la seguridad en cada sector y puesto de trabajo. Este dilema no se puede resolver con un eslogan simple.

Es un debate ciudadano importante sobre el que caben legítimas opiniones en uno y otro sentido. Pero precisamente por ser un debate importante deberíamos evitar su politización y el abuso de algunas formas altisonantes, demasiado seguras de su verdad y de su pretendida superioridad moral que parecen decirte que los que no opinan como yo anteponen las sucias ganancias empresariales o los sucios intereses políticos por encima del valor de la vida y la salud. Así planteado el debate no sólo pierde su interés, sino incluso en algunos extremos pierden hasta su decencia moral e intelectual, como en el caso de quienes afirman estos días en redes que los muertos futuros serían responsabilidad de quienes no toman las medidas de cierre total o la de quienes acusan a los periodistas que no les dan la razón de vendidos al capital o al poder. Pero precisamente porque se trata de un debate importante sería necesario reconsiderarlo prescindiendo de los excesos de algunos de sus proponentes.

Según escribo esto el presidente Sánchez ha resulto parte de este debate, en términos macro y a nivel estatal acorde con la situación y necesidades del conjunto de España, con la orden de que “los trabajadores de actividades no esenciales deberán quedarse en casa”. Pero aún así el debate sigue teniendo sentido.

Se han presentado estos días decenas de miles de expedientes de regulación de empleo que afectan a cientos de miles de personas. La actividad de las empresas podría haber caído en ciertos territorios un 50% o más (pensamos en el turismo, por poner un ejemplo). Si aumentamos estas cifras, si perdemos más empresas y empleos, si nos empobrecemos más, ¿quién va a pagar la sanidad pública y las prestaciones a desempleados, dependientes y mayores en un futuro con necesidades sociales que van a crecer? Mantener la máxima actividad posible es un requisito necesario para proteger el gasto público social, incluida la sanidad pública del presente y del futuro. Ningún boletín, por muy inteligente que sea su redacción, puede saltarse esa realidad.

Por supuesto que la salud pública es la prioridad, eso lo sabemos todos. Pero estamos ante un dilema de complejidad endiablada que hay que resolver día a día, según la información nueva nos obliga a adaptar o rectificar nuestras decisiones previas, a reforzar esta media concreta y aflojar aquella otra tras específico estudio. A algunos les gustaría que la realidad fuera lineal como una ecuación de secundaria, pero la realidad compleja se nos resiste a la simplificación.

¿Tenemos que paralizar totalmente la economía? Sánchez ha dado una respuesta para las dos próximas semana que debemos con lealtad y responsabilidad cumplir con absoluto rigor y disciplina. Pero sospecho que, dentro del marco de las medidas que se aprueban hoy domingo, habrá margen para, según cada caso, cada sector, cada puesto concreto, según la evolución de la pandemia, el comportamiento social general, las condiciones más diversas y las variables más impredecibles, internas y externas, seguir tomando las decisiones que permitan mantener todo el pulso vital posible de nuestra economía productiva.

No sabemos cómo evolucionará la pandemia. No parece que estemos aún aplanando la curva, pero tal vez haya algunos datos que permiten lecturas esperanzadoras al menos en algunos territorios. Tal vez, no lo sé, sea el momento de parafrasear a Churchill y decir que esto no es el fin, ni siquiera el principio del fin, pero quizá sí el fin del principio de la lucha contra el coronavirus en algunos lugares.

Yo camino por el pasillo y doy vueltas a la mesa como buey en película de egipcios, pero este verano confío en poder correr dos o tres medias maratones. A la economía le tocará muy pronto correr muchas maratones enteras, o incluso dobles o triples, si queremos mantener el empleo y no recortar demasiado la sanidad pública y las prestaciones sociales. Sólo lo podremos hacer si acertamos cada día, en cada decisión, a encarar este dilema con visión de futuro y con conciencia de complejidad, responsabilidad, disciplina y lealtad.

Hoy toca una lectura breve: ¡El Cuento de Navidad de Dickens!

viernes, 27 de marzo de 2020

CARTA EXCLAUSTRADA DECIMOSEGUNDA o DE UN ESPÍRITU CON 75 AÑOS




CARTA EXCLAUSTRADA DECIMOSEGUNDA o DE UN ESPÍRITU CON 75 AÑOS





Viernes, 27 de Marzo


No sé si conoces a Ken Loach. Es un director de cine inglés que ha ganado dos veces la Palma de Oro y en tres ocasiones el Premio Especial del Jurado en Cannes. En fin, no hay muchos directores con semejante palmarés (por cierto, palmarés viene precisamente de palma, pero no de la de Cannes, sino de la palma como símbolo de la victoria y de la paz en el mundo antiguo mediterráneo).



Ken Loach es un hombre de izquierdas y sus películas suelen ser de ese género que se da en llamar social. Hace unos meses vino a Donostia a presentar su nueva película, Sorry We Missed You, que retrata las contradicciones del mercado laboral en esa nueva economía de los falsos autónomos, sin horarios ni prestaciones. En otras ocasiones hizo pelis sobre padres de familia en paro, huelgas históricas de mujeres, inmigrantes musulmanes en Escocia o comunistas ingleses en la Guerra Civil española. De su última visita a Donostia se llevó de vuelta a casa el Premio del Público a la Mejor película europea.



Loach estudió derecho en Oxford y llegó a graduarse antes de dedicarse al cine. Ha hecho algunos documentales muy interesantes. Hoy quiero hablarte de uno de ellos, “El espíritu del 45”, que trata sobre algo importante que cambió en el año 1945 en el Reino Unido. Este documental es un ensayo en imágenes y entrevistas perfectamente complementario al libro de memorias que con entusiasmo os recomendaba ayer (Mi última Lucha, de Harry Leslie Smith).



Que hable de lo que pasó en 1945 en el Reino Unido te puede parecer una huida hacia el pasado para escaparme de esto que nos está pasando aquí y ahora. Pero hay pocas cosas más actuales y de futuro que lo que tengo que contarte sobre el espíritu del 45.



Los británicos venían de dos horrorosas guerras mundiales en el plazo de 25 años. Tras la Primera Guerra Mundial algo cambió en el mundo. Podría decirse que hasta esa gran guerra (1914-1918) el mundo seguía viviendo en el siglo XIX. De hecho hay un historiador, tan británico y tan de izquierdas como Loach, que se llama Eric Hobswawn y que escribió una historia del siglo XX que tituló “el corto siglo XX”. Con esa expresión quería explicar que el verdadero siglo XX comenzó en 1914 con el estallido de la Gran Guerra y terminó en 1991 con la caída del muro de Berlín.



Es cierto que tras la Primera Guerra Mundial se creó la Sociedad de Naciones, Europa se reorganizó de una forma de definió el siglo y el centro del mundo navegó el charco para instalarse en América. Pero también es cierto que los soldados británicos que se pudrieron los pies en Verdún mientras las ratas les comían las orejas volvieron a un Reino Unido que podría ser aún escenario de una novela de Dickens.



Esto te lo puede explicar mejor que nadie Leslie Smith: la pobreza, la falta de derechos laborales, la ausencia de educación y de sanidad para los pobres, las infraviviendas insalubres y las humillantes diferencias de clase permanecían inamovibles.



Los africanos o indios que lucharon por sus potencias coloniales volvieron a sus países a servir a sus señores europeos. Las mujeres que habían mantenido la retaguardia y la economía de guerra volvieron a “las labores propias de su género”.



A los pocos años fueron todos llamados de nuevo al sacrificio y sufrimiento máximo en el año 39. Pero tras el fin de la guerra, en el 45, algo tenía que cambiar. Miremos al Reino Unido. Puede decirse que Winston Churchill fue el individuo más decisivo en la victoria sobre los nazis. La entrada de los americanos tras el error de cálculo nipón fue clave, sin duda. La entrada de los soviéticos tras el error de cálculo de Hitler al romper la alianza germano-soviética, fue igualmente clave, sin duda. Pero nada de eso habría sido lo mismo si Churchill no hubiera llevado a los británicos a resistir contra todo pronóstico cuando todo parecía perdido.



Churchill era en 1945 el gran líder del momento. Tras la muerte de Roosevelt nadie quedaba que remotamente pudiera comparársele. Y aún así los británicos decidieron en 1945, recién terminada la guerra, votar al laborista Attlee para liderar la paz.



El documental de Loach nos explica el porqué. Los británicos aceptaron con disciplina el sacrificio en tiempos de guerra, pero estimaron que la nueva paz no podía ser una vuelta a los años 20 y 30. Era el momento de hacer valer sus sacrificios y de cambiar las cosas. Era el momento de hablar de derechos laborales, de educación y salud públicas, de salarios dignos, de trabajo decente. Quienes regresaban de la guerra no habían luchado para defender los privilegios de las clases adineradas y nobles, no habían luchado por el derecho a servir en las cocinas de Downton Abbey o para el mayordomo al que da vida Anthony Hopkins en Lo que queda del día.



Si habían luchado contra el fascismo, la democracia debía tener algún significado real y concreto para todos los ciudadanos, tenía que traer una promesa de igualdad, oportunidades y derechos. Ese fue el espíritu del 45 en el Reino Unido.



No sé si has visto la serie The Crown. Puede ser un buen plan para estos días. En la segunda temporada hay un capítulo dedicado a Lord Altrincham que criticando durísimamente a la reina la hizo reaccionar y la ayudó a actualizar su imagen y algunas de sus costumbres, a hacerlas un poco más igualitarias o menos clasistas. Ayudó a adoptar cierto aggiornamento que habría dicho Juan XXIII. Al parecer el guión se ajusta bastante a la realidad histórica. Hay una escena impagable de la primera entrevista, secreta por cierto, entre el lord y la reina. Isabel le pregunta qué quiere que cambie y él le contesta que “no se trata de lo que yo quiera que cambie, sino de reconocer que todo ha cambiado”. El noble continúa explicando que la “era de la deferencia ha terminado”, ante lo que la reina se pregunta qué nos queda y él responde: “la igualdad”. Acto seguido repasan las recomendaciones de cambio y la primera de ellas es “poner fin al baile de puesta de largo: la idea de que las jóvenes de cierta clase son presentadas a la soberana, y las que no lo son de esa clase no, es como si no fueran aceptables, es el tipo de desigualdad que debería haber desaparecido en la época de nuestros abuelos y desde luego después de la guerra”. Aquí tienes a un Lord explicando, con 10 años de retraso, a la reina qué fue el espíritu del 45 y cómo el fin de la guerra lo cambió todo.



Ese espíritu del 45 tuvo su versión global concretada en la Carta de la ONU del mismo año. Por primera vez vemos que los Derechos Humanos entran en la agenda global y a formar parte del Derecho Internacional. La Declaración Universal de los Derechos Humanos y todo el sistema universal y los sistemas regionales de protección y promoción internacional de los Derechos Humanos son hijos directos de la Carta y consecuentemente de ese espíritu global del 45.



Las mujeres que habían sostenido la empresa industrial más ambiciosa de la historia debían hacer valer sus reclamaciones. Los códigos civiles se reforman. El derecho de voto de las mujeres se conquista en Francia en 1944, en Italia en 1946, y comienzan procesos en el mismo sentidos en otros países.



La descolonización no es casualmente un fenómenos de los 50 y principios de los 60, sino que se entiende en el contexto del principios de la Carta y en el marco de la ONU. Su fundamento jurídico se explica así: “La sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras constituye una denegación de los derechos humanos fundamentales, es contraria a la Carta de las Naciones Unidas y compromete la causa de la paz y de la cooperación mundiales”.



Ese espíritu de esperanza del 45 se extendió por todo el mundo. También entre nosotros hubo un momento en que el sueño de la democracia y la libertad parecía posible. El Lehendakari Agirre, a las pocas semanas de la entrada en vigor de la Carta, tiene que dar su discurso de Navidad desde el exilio, desde Nueva York: “el pueblo vislumbra que el año 1946 es el último de la tiranía franquista (...) Esta afirmación, que las circunstancias van haciendo cada vez más real, debe convertirse en propósito decidido que sirva de acicate para la labor individual (…) las grandes victorias han sido logradas por la coordinación de muchos pequeños esfuerzos”.



Este tipo de discursos muestran has qué punto el 45 fue un momento de esperanza. Ahora que se cumplen 75 años del espíritu del 45 era buen momento para recordar esta historia que es global: desde Inglaterra a San Francisco, pasando por el País Vasco o miles de otros lugares en Europa y el mundo.



Ahora esta crisis del coronavirus nos invita a hacer una lectura contemporánea de ese espíritu y preguntarnos qué parte aquel espíritu, de aquella promesa, de aquel sueño, nos sirve aún hoy. Y es que es tras crisis globales cuando mejor podemos plantearnos la ambición de nuevos proyectos compartidos.



Hoy, como hace 75 años, es momento de preguntarnos si buscamos la seguridad de las fronteras cerradas, si creemos que nos pueden proteger del coronavirus, o si necesitamos un planteamiento compartido ante los problemas comunes. Si nos salvará el egoísmo o nos salvará la inteligencia colectiva. Si debemos volver a la Inglaterra de la infancia de Leslie Smith, su ausencia de derechos laborales que actualiza la película de Loach, y su ausencia de servicios sociales, educación y sanidad públicas. Si el conocimiento científico debe servir para facilitar la vida de unos pocos, para aumentar las desigualdades, o debemos ponerlo al servicio de una vida plena para todos. Quizá, pienso ahora al releer este párrafo, las cartas escritas estos días sean una búsqueda a tientas de los rasgos de este espíritu del 2020.



Resulta que las preguntas del 2020 son muy parecidas a las preguntas y esperanzas de 1945. Aquel espíritu del 45 permitió importantes mejoras sociales, de progreso y de igualdad, tanto al interior de muchos estados y en la comunidad internacional. Nos trajo la ONU, la descolonización, el principio de no discriminación racial y de género, los inicios de la unidad europea y los Derechos Humanos. Tal vez en el 2020 pueda haber un espíritu que permita transformar una gran emergencia en una oportunidad de aprender cómo afrontar conjuntamente los retos globales, como el coronavirus y su crisis posterior o, ya puestos en marcha, el cambio climático.



Bajando al planeta tierra, hoy tenemos dos libros. Un ensayo, La historia del Siglo XX, de Eric Hobsbaw; y una novela, Lo que queda del día, del escritor británico y japonés Kazuo Ishiguro.


jueves, 26 de marzo de 2020

CARTA EXCLAUSTRADA UNDÉCIMA o SOBRE MADONNA EN PELOTAS


CARTA EXCLAUSTRADA UNDÉCIMA o SOBRE MADONNA EN PELOTAS



Jueves, 26 de Marzo.


La cantante Madonna es, como supongo sabes, uno de los personaje más icónicos de mi generación. Ha aparecido estos días en su cuenta instagram con una foto y un texto que han provocado polémica y revuelo.



En la foto se la ve toda sugerente y sofisticada en un baño de lechosa apariencia, entre velitas y pétalos de flores que podemos imaginar rosas rojo pasión diciendo:

Esto es lo que pasa con el coronavirus. No importa si eres rico, famoso, divertido, listo, dónde vives, qué edad tienes, qué extraordinarias historias puedas contar. Es el gran igualador. Lo que es terrible es que nos ha hecho iguales a todos en muchos sentidos, y lo que es maravilloso es que nos ha hecho a todos iguales en muchos sentidos.”



Es el coronavirus como gran igualador. ¿Es el comentario de Madonna una estupidez de estrella inconsciente e incapaz de entender el mundo real o hay elementos interesantes en su comentario?



Tomo el caso de Madonna por hacer más amena la entrada al debate, pero podríamos ponernos más tontamente académicos y citar algún texto más serio. Jorge Sepúlveda es el director ejecutivo del programa Ciencias Globales de la Salud de la Universidad de California y además Presidente del Consejo Internacional de Salud Global. En un precioso artículo publicado ayer reflexiona sobre el papel de los científicos a partir del mito de Casandra, dotada de poderes proféticos pero condenada a la maldición de que nadie le haga caso. Ese artículo termina con la siguiente frase: “el nuevo coronavirus es un igualador social: afecta por igual a pobres y ricos”. El artículo dice muchas más cosas importantes, pero a los efectos que buscamos aquí, nos quedamos con esta frase descontextualizada.



¿Es el coronavirus, como proponen Madonna y Sepúlveda, un “social equalizer”?



Por un lado ataca a todos por igual, claro. El virus no te pide el pasaporte ni la tarjeta de crédito, obvio. El coronavirus ataca lo mismo a un sintecho que a una estrella de Hollywood o a un ministro. Pero en ese sentido lo mismo puede decirse del cáncer o del SIDA, por ejemplo. No es nada nuevo.



Lo cierto es que hay enfermedades asociadas a la pobreza o que atacan más a quienes viven en una situación o zona de pobreza, sin agua potable, en viviendas húmedas y mal ventiladas, que están mal alimentados o no tienen acceso a servicios preventivos de salud. Buenos ejemplos de estas enfermedades propias de la pobreza podría ser el cólera, el dengue, la leishmaniasis, la lepra o la polio.



Pero incluso las enfermedades más igualitarias en la teoría son muy desiguales en la práctica. No tiene nada que ver tener cáncer de mama, por ejemplo, en una sociedad con programas generalizados de detección precoz a partir de cierta edad y posterior seguimiento cercano que en países donde sólo te enterarás cuando seguramente sea ya tarde.



No es lo mismo tener cáncer de cualquier tipo si te facilitan el mejor tratamiento disponible que si no puedes acceder a ningún tratamiento. Vivir en países con una buena salud pública o poder acceder a recursos privados de calidad marcan una gran diferencia. La revista Lancet, una de las principales referencias médicas del mundo, publica cada cierto tiempo un estudio que en su última edición (marzo 2018) comparaba la supervivencia a 18 tipos de cáncer a los cinco años desde su detección en 71 países. Te pondré sólo dos ejemplos: la supervivencia a la leucemia infantil es casi el doble en Finlandia (95,2%) que en Ecuador (49,8%) y en los tumores cerebrales la diferencia es aún mucho mayor entre Brasil (28,9%) y Dinamarca (80%). ¿De verdad podemos seguir afirmando que el cáncer es un igualador social?



En ese sentido, este coronavirus no es muy diferente. Los sistemas de salud públicos robustos marcarán una gran diferencia. Y donde no los haya, no lo vivirán igual quienes puedan permitirse atenciones privadas de calidad y los que no. Un ejemplo: están llegando noticias desde el país de Madonna de casos de facturas de varias decenas de miles de dólares a enfermos sin seguro privado por el tratamiento contra el coronavirus. Tener seguro o no tenerlo, ser rico o no, marcará una gran diferencia en tu sufrimiento y en tus posibilidades de salir adelante, por mucho que Madonna no se dé cuenta.



Ni siquiera todos vivimos igual este enclaustramiento de unas semanas. No es lo mismo pasarlo en una casa grande, donde puedes socializar en la cocina o el salón pero aislarte en otra habitación si lo deseas, que en una casa pequeña con mucha gente. No es lo mismo una casa luminosa e incluso con terraza que una interior con salida a un patio oscuro y húmedo. No es lo mismo tener o no tener jardín. No es lo mismo una casa con recursos culturales o buena conexión a Internet que una casa donde la única salida al mundo es la televisión. Si tenemos un enfermo en casa no es lo mismo tener una habitación para él solo con baño propio o no tenerla.



No quiero sonar cultureta, pero creo que hace mucho que yo no apreciaba tanto mi biblioteca como estos días. Aunque estas cartas que os escribo no me estén dejando mucho tiempo para leer, sé que tengo mis libros ahí, esperando, y que puedo consultarlos cuando lo necesito, o puedo buscar ideas o comprobar esa cita que mi memoria se empeña en tergiversar.



¿Qué decir de los estudiantes? No, no todos están en las mismas condiciones, igualados de pronto por el virus. No es lo mismo tener varios ordenadores o dispositivos en casa, bien conectados, que no tener dispositivos o conexión. No es lo mismo tener un entorno familiar que te pueda ayudar con dudas o con apoyo, o incluso con disciplina y rigor cuando sea necesario, que no tenerlo.



Hay un “great social equalizer” mucho más importante, real y efectivo que cualquier virus: es la educación de calidad accesible sin discriminación. No es un igualador perfecto, pero sí el mejor que tenemos. Por eso es tan importante que la educación sea exigente y de calidad, porque iguala. Y aunque nos hayan hecho creer lo contrario, resulta que la educación facilona, autocomplaciente, del aprobado general y la palmadita en la espalda te lo hayas o no ganado, es una forma cruel de injusticia social: rompe el ascensor social y dificulta el ascenso de quienes no tienen acceso a otros medios, a entornos exigentes, servicios culturales complementarios, veranos en Irlanda o clases particulares.



El coronavirus, al tener los centros escolares cerrados estos días, tiene un efecto contra-igualador. Si se alargara dispararía las desigualdades entre quien va a leer buenos libros y quien se va a limitar a los videojuegos; entre quien va a ver buenas series y quien está limitado a los programas basura; entre quien vive en un lugar donde se ven, escuchan y leen informativos de calidad y quien no; entre quienes tienen conversaciones instructivas o enriquecedoras en la cena y quienes cenan con bandeja ante el concurso de chico-cachas-busca-chica-con-tetas.



El efecto contra-igualador del coronavirus podría fácilmente además alargarse más allá del encierro. Lo que nos queda tras esta pandemia va a ser muy duro. Tampoco será lo mismo tener recursos financieros y profesionales para hacer frente a un tiempo de dificultades que vivir al día de un trabajo sin cualificación del que te van a echar por cierre. No es lo mismo ser funcionario que mensajero. Si estos días se habla de ayudas e incluso de rentas universales, no es porque pensemos en un futuro más igualitario, sino porque anticipamos uno tan desigual que nos obliga a tomar medidas nuevas para que el sistema no se nos caiga.


El coronavisrus nos encierra en casas muy desiguales. El coronavirus nos lleva a rutinas muy diferentes. El coronavirus nos lanzará sobre una crisis grave con preparación, redes de seguridad y herramientas muy desiguales. El coronavirus nos aleja, además, del gran igualador que es una sistema educativo de calidad sin discriminación.



Lo siento, Madonna, el coronavirus no es un social equalizer. Pero sí que nos puede ayudar a identificar cuáles son esos equalizers de verdad: la educación de calidad y sin discriminación; la salud pública de calidad para todos; una seguridad pública que nos dé confianza y no miedo; la creación de empleo digno; la lucha contra la discriminación; los servicios y las prestaciones sociales para quienes lo más necesiten, por poner los ejemplos seguramente más importantes.



¿Quieres saber lo que sería vivir en una Europa sin esos servicios y prestaciones públicas, sin esos social equalizers? Lee, por favor, Mi última Batalla, de Harry Leslie Smith. Harry nació en el seno de una familia pobre de un paupérrimo barrio de mineros de Inglaterra. Tras un accidente que sufre su padre y le incapacita para trabajar, su familia, en plena Gran Depresión y sin ningún tipo de cobertura o protección social, entra en una espiral de miseria, enfermedades, crueldad y dolor que la resquebraja por completo. Harry trabaja desde bien niño, su hermana muere, su padre termina abandonado, su madre debe buscarse la vida para mantener un catre húmedo, sucio y lleno de bichos, y poder dar un mendrugo de pan a sus hijos. Harry no conoce ni la escuela ni el hospital.



La Segunda Guerra Mundial supone para Harry las trincheras, el juego con la muerte y el sacrificio extremo, pero también su primera experiencia de comida caliente asegurada y de atención médica. Harry cuenta "mi generación jamás olvidó la crueldad de la Gran Depresión ni el salvajismo de la Segunda Guerra Mundial. Nos prometimos a nosotros mismos y a nuestros hijos que en este país nadie volvería a sucumbir al hambre. Nos comprometimos a que ningún niño se quedara atrás a causa de la pobreza. Defendimos que la educación, una vivienda digna y un salario adecuado eran derechos que todos nuestros ciudadanos merecían independientemente de su clase".



Este libro nos muestra el enorme sacrificio que costó el estado de bienestar y el gigantesco valor que tienen esos servicios "que actualmente se descartan con tanta ligereza". Harry concluye con una frase que tal vez se entienda hoy mejor que nunca: "no podréis entender por qué todo ello era necesario, hasta que no habitéis un mundo que carezca de una red de seguridad social no podréis sentirlo en vuestros huesos".