lunes, 21 de mayo de 2018

El lugar de los Derechos Humanos después de ETA

Me ha costado mucho escribir este artículo. Muchas veces resulta más fácil hablar de Trump o Putin que de tu propia casa. He intentado ser equilibrado y constructivo.


Lo publican hoy El Correo y El Diario Vasco.


 






EL LUGAR DE LOS DERECHOS HUMANOS DESPUÉS DE ETA




Si les digo que el futuro de nuestro país debe estar fundamentado en una cultura de los derechos humanos pasarán ustedes por encima de esta frase a la velocidad de quien lee un lugar común, una frase bonita pero, a fuerza de evidente, sin significado; a fuerza de repetida, sin contenido ni potencia.


Recuerdo los tiempos en que muchos en la izquierda independentista exigían el respeto de los derechos humanos para con los suyos mientras callaban -cuando no justificaban o jaleaban- cuando se violaban los del vecino que era asesinado o amenazado u hostigado. Los derechos humanos eran un instrumento de lucha que utilizar, estirar o ignorar según la ocasión. Los derechos humanos fueron un fetiche que les permitía presentarse como víctimas y en todo caso victimarios sólo por reacción o defensa.


No son los únicos que han vivido una delirante relación de los derechos humanos. Recuerdo haber estado allí cuando un ministro español explicaba a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU que en España no se torturaba -hablamos todavía de los años duros- y que prueba de ello era lo exiguo de las sentencias condenatorias y que por eso las denuncias no debían ser tomadas en serio ni investigarse dado que eran, por principio, falsas. Algunos embajadores y expertos allí citados se miraban atónitos ante semejante lógica: no hay tortura ergo las denuncias son falsas ergo no se investigan ergo no hay sentencias ergo no hay tortura. Este simplismo hizo mucho daño a la imagen internacional de España durante aquellos años, y quizá aún se estén pagando restos de aquellos errores en forma de estereotipos que vemos estos días en Bruselas, Berlín o Ginebra.


Al mismo tiempo algunos sectores llegaron a desconfiar de todo lo que viniera de los derechos humanos o de la ONU, dejando que otros se lo apropiaban sin fundamento alguno. Recuerdo un informe de la ONU sobre los derechos humanos en el marco de la lucha contra el terrorismo en España, todavía no hace una década. Era un informe riguroso que reconocía los avances del gobierno para promover los derechos humanos, afirmaba de entrada que «los actos de terrorismo, en particular los de ETA, suponen la destrucción de los derechos humanos» y defendía que la definición de terrorismo de la legislación española respetaba los estándares internacionales. Tras esas afirmaciones pasaba a cuestionar algunas prácticas que había que corregir y detectaba problemas que había que mejorar (para eso se crearon estos sistemas de informes).


Pues bien, aquello se presentó, por unos y otros, para alabarlo o denostarlo, contra su propio contenido, como un informe que sustentaba la visión del conflicto de la izquierda independentista. Así un discurso templado, impecablemente basado en los derechos humanos, que podría haber sido útil para todos, se reinterpretaba como arma política ignorando su contenido real.


En ocasiones le hemos pedido demasiado a los derechos humanos, por ejemplo que nos den la razón en nuestras posiciones políticas. De esta forma sólo habría una política penitenciaria, sólo una política de memoria, sólo una política lingüística, sólo una forma de relacionarse con el estado o equilibrar soberanías, sólo una forma de entender la ciudadanía o el principio de igualdad (las nuestras) que respetaría los derechos humanos. Los derechos humanos se convertían así en ocasiones en una suerte de ideología más o menos progresista, más o menos nacionalista para unos, más o menos constitucionalista para otros. En el otro extremo, para los desencantados y los cínicos, los derechos humanos se reducían a una declaración retórica sin contenido ni exigencia concreta alguna.


En el término medio debemos, a mi juicio, pedir a los derechos humanos algo importante pero reducido, con límites y fronteras que no invadan por completo el ámbito de lo político. Una visión, no minimalista pero sí ponderada, en que los derechos humanos marcan el mínimo de convivencia que nos debemos reclamar y respetar mientras hacemos política, mientras discrepamos y acertamos o nos equivocamos en nuestras decisiones y ensayos colectivos.


Los derechos humanos nos exigen el respeto a las víctimas, la lucha contra la impunidad de todo aquél que agrediera a otro, un relato social del pasado fundamentado en la dignidad humana y los valores cívicos (el legado ético de tantos, desde Gesto por la Paz a quienes se resistieron con dignidad en sus espacios, los que fueran, nos dan claves), el respeto a la vida y la integridad de todos, y también garantías y derechos procesales y penitenciarios para todos (presos incluidos).


Para ello necesitamos instituciones y educación (la campaña interinstitucional por el 70 aniversario de la Declaración Universal o el trabajo del Instituto Gogora, son buenos ejemplos), pero también una sociedad civil fuerte, heterogénea pero coordinada en torno a una red independiente, ni partidista ni populista, con capacidad de interlocución local e internacional.


No sé si es mucho o poco, pero si estamos por los derechos humanos nos toca tomárnoslo en serio.

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