martes, 7 de noviembre de 2017

Reflexiones sobre Cataluña

Hoy me permito, en El Correo, unas reflexiones personales sobre lo que ha sucedido en Cataluña. Es una lectura desde y para el País Vasco.
Son reflexiones sinceras sobre asuntos que me interesan y ocupan. No me interesa tanto tener razón (si eso fuera posible en estos casos) sobre un asunto concreto de actualidad (ni mucho menos convencer a nadie de nada: no es mi tarea) como contribuir con alguna idea útil a un debate más de fondo y de largo plazo.








Reflexiones sobre Cataluña








No me parece que lo sucedido en las últimas semanas vaya a hacer de Cataluña un país más fuerte, más libre o más relevante en el mundo. Tampoco creo que ayude en la construcción de una comunidad más integrada o con mejor convivencia interna. La realidad institucional y política vasca es muy diferente, pero escribo estas ideas por si la experiencia catalana nos ayudara repensar nuestros propios debates.





En Cataluña se ha terminado por llevar el debate a la elección de un sujeto de soberanía aparentemente único, abandonando propuestas más complejas que se consideraron por el camino. Se ha presentado una alternativa binaria donde sólo cabe un sujeto, sea en Barcelona o en Madrid, en que residiría una supuesta soberanía absoluta. Ese concepto clásico de soberanía es una categoría política del siglo XVI, que llegó hasta su cénit en el XX pero que en el XXI ha perdido gran parte de su contenido real: es por sus despojos simbólicos que nos estamos enfrentando. Sin embargo la soberanía real de hoy es múltiple y compleja. En el caso vasco tenemos hasta media docena de niveles políticos, desde lo foral a lo universal, que se reparten competencias que tradicionalmente correspondían de forma exclusiva a la soberanía nacional y la definían.





La aceptación de que nuestro mundo es un entramado de soberanías entrelazadas y simultáneas puede ayudarnos a enfocar estos debates en el mejor equilibrio e interacción de esas fuerzas para hacer el país más fuerte, más digno y más libre. Pero sería deseable no sobrecargar estos debates de símbolos y no ornamentarlos en exceso con la apropiación exclusivista de palabras tan grandes como democracia, libertad y derechos humanos. Se trata de cómo mejorar nuestra vida colectiva, no de la lucha del bien contra el mal o de la verdad contra la mentira.





No nos sirven las soluciones monolíticas basadas en mayorías más o menos amplias, sino arreglos negociados que no satisfagan plenamente a nadie, pero en el que todos veamos nuestros derechos y libertades respetados, tengamos igual acceso a las oportunidades y podamos desarrollar lo más plenamente posible nuestras capacidades individuales y colectivas.





Para aglutinar mayorías o ganar adeptos a una causa u otra, no vale emplear la caricatura del otro. Ni el catalán egoísta, insolidario y pesetero, ni la España franquista, predemocrática y opresora de pueblos. Ni los boicosts económicos, ni los boicots políticos o culturales. Los estereotipos son tentadores, pero tan falsos como letales.





Hay que mimar el ejercicio de la libertad de opinión. El que piensa diferente no es ni fascista, ni un traidor, ni es un vendido. La tolerancia, el respeto al discrepante y el diálogo sereno y constructivo forman parte de la esencia de la democracia, tanto o más que el recuento de votos. Las posiciones complejas, ricas de matices, en grises y colores, son en momentos de tensión rechazadas porque lo que queremos saber es en qué lado de la trinchera se coloca cada cual para alabarle o insultarle. Aquel escritor, músico o cineasta que hasta ayer nos gustaba, hoy nos parece despreciable porque se ha posicionado de forma diferente a la nuestra. Es una forma de empobrecimiento ético y cultural al que las redes sociales nos empujan. Si en las redes alguien llama fascista a otro, seguramente 9 de cada 10 veces el epíteto calificará antes que nada al emisor.





Decidir quién decide –que es lo que nos ocupa- es un problema difícil en que no caben respuestas sencillas. Ni la simpleza de un artículo constitucional ni la simpleza de una contabilidad de votos. Los referéndums de blanco o negro no pueden recoger toda la complejidad de los dilemas que afrontamos, al contrario, la respuesta debería estar llena de miles de sumas y de matices que deben cambiar en cada circunstancia y momento. Elegimos a nuestros representantes para que se pasen 8 horas 5 días a la semana durante 4 años negociando la letra pequeña. No podemos resolver la complejidad del país en un sí o un no planos. La negociación, la transacción, el acuerdo, la mutua cesión y los compromisos provisionales e imperfectos representan lo más noble de la política, aunque hoy el pacto tenga mala fama ante a la deslumbrante atracción de una supuesta verdad absoluta, irrenunciable e innegociable. La democracia es mejor cuando es aburrida y no nos emociona, cuando no necesita salvadores, héroes ni mártires, cuando se escribe en minúsculas.





Si a la mesa de tus oponentes se sientan las mejores democracias del mundo y los organismos internacionales a los que aspiras a entrar, seguramente debes recolocarte antes de seguir avanzando: lanzarte tumba abierta al precipicio no les va hacer cambiar de criterio.





Tener la sede de un banco global o de una multinacional energética es un producto de 200 años de tradición industrial y empresarial. Tiene un valor tangible (empleos, impuestos, servicios, contratos) e intangible (talento, contactos, redes, prestigio, atracción) de valor incalculable. Una vez perdido no se recupera. Hoy ningún país europeo, ni siquiera Alemania, puede crear de cero una empresa de este tipo. Cuidar estas empresas no tiene nada de antidemocrático o indigno, es simplemente inteligente.




La mayor responsabilidad de un político en una sociedad democrática moderna es primero no hacer daño a su propia sociedad, no empobrecerla, no dividirla, no enfrentarla, no debilitarla y no engañarla. Poco de esto ha recibido Cataluña estos últimos años de sus autoridades, tanto de las de Barcelona como de las de Madrid. La situación es hoy endiabladamente difícil. No sé mucho de contagios, pero no me parece un panorama envidiable.

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