Hoy El Correo y El Diario Vasco publican un artículo mío sobre el asunto del espía ruso envenenado y sus implicaciones internacionales. Fue escrito antes de conocerse los resultados de las elecciones rusas, pero puede servir también para interpretar sus resultados.
VENENO RUSO EN LONDRES
Un coronel ruso es condenado en Moscú por traición tras acreditarse que pasa información a los británicos. Posteriormente es liberado en un intercambio de espías entre Rusia y Estados Unidos. Años después es víctima en Londres de un ataque con gas nervioso de origen soviético. No me digan que no tienen la sensación de estar ante una trama de Le Carré. Lamentablemente esta historia es real.
La primera ministra británica, Theresa May, ha declarado que es «altamente probable» que Rusia sea responsable de este ataque puesto que el gas Novichok ha estado únicamente a disposición rusa. Los rusos rechazan la acusación y sugieren que hay otros Estados sucesores de la URSS que podrían disponer de muestras o haberlas deslizado a terceros y formalmente se remiten a la Convención de Armas Químicas para la resolución del conflicto.
El asunto es difícil y peligroso. ¿Quieren mi opinión? Rusia contaba con los medios, con el motivo, y ha demostrado ya su disposición a este tipo de actuaciones mafiosas contra sus exagentes traidores e incluso contra simples opositores. De modo que yo creo como May que Rusia tiene con toda probabilidad algún grado de responsabilidad. ¿Pero puede iniciarse un conflicto diplomático de imprevisibles pero seguramente graves consecuencias fundándose sólo en una convicción, por muy sólida que sea? Tengo mis dudas. El imprevisible ministro de Exteriores británico nos dice que el «displicente desprecio» con el que Putin ha reaccionado demuestra su culpabilidad, pero esa reacción demuestra únicamente la chulería del presidente ruso, no su culpabilidad. Si Reino Unido quiere sumar a sus aliados en una escalada tan grave debería ofrecer algo más que sospechas y convicciones. Y lo digo aún cuando yo las comparto.
El Gobierno británico dio a Rusia un ultimátum de 24 horas que esta obviamente ignoró. No parece la mejor manera de buscar soluciones ante un Putin todopoderoso que se crece ante estos embates y que obtiene su fuerza precisamente del victimismo antioccidental, del sueño del imperio perdido y de la mística de la ofensa y la confrontación. Este país ha demostrado que puede aguantar bien las represalias y responder con dureza cuando hay una narrativa nacionalista que lo sostenga.
Y es que este incidente, haya o no sido directamente ordenado por Putin, aparece en un contexto que tiene profundas raíces históricas y geopolíticas del país más grande del mundo que juega en varias pistas simultáneas (desde el Ártico a Asia Central, desde Bering al Mar Negro o el Báltico). Un país que no acepta que el fin de la URSS signifique ni pérdida de control sobre su zona de influencia (al menos al interior de las viejas fronteras soviéticas) ni pérdida de protagonismo global. Un protagonismo que hoy no puede reclamar por su fortaleza económica o tecnológico-científica (la apuesta china) o por su influjo ideológico y cultural (el caso de Estados Unidos o, a cierta distancia, Europa), de modo que le quedan herramientas más duras, como el control directo o indirecto del territorio cercano, la fuerza militar y la inteligencia (a la que se añaden ahora los ciberataques). Es una pésima noticia que no encuentre otros medios de recuperar su papel global y su orgullo nacional.
La presentación que Putin hizo hace unas pocas semanas de su arsenal nuclear en groseros términos de yo-los-tengo-más-grandes como principal argumento electoral interno es la mejor representación de ese drama.
Hay que reconocer que Putin ha conseguido que Rusia recupere su papel de potencia global, aún al precio de un régimen interno de reducidas libertades y de una política internacional provocadora. En este contexto un conflicto con Londres, donde se asentaron muchos multimillonarios que habían esquilmado el país en tiempos de Yeltsin, no le pasará factura interna alguna.
Así se entienden los acontecimientos recientes, como algunos casos de envenenamiento o de ciberataques. La intromisión en varios procesos electorales occidentales ha quedado acreditada. También el uso de sus redes y agencias parapúblicas para explotar contradicciones propias de las democracias o intervenir en debates como el ‘Brexit’ o el catalán con identidades y hechos engañosos. Los usuarios de Facebook y otras redes devienen aquí cómplices de estas campañas cuando las comparten con la alegre levedad de un irresponsable click.
Los británicos denunciaron hace unas semanas que Rusia era responsable de un ciberataque que afectó a decenas de miles de ordenadores. La seguridad en nuestro tiempo tiene tanto que ver con armas nucleares, como con armas biológicas y químicas que creíamos ya eliminadas. Pero también tiene que ver con los ciberataques que pueden colapsar un país, robar su información más sensible o controlar servicios financieros, de comunicación o de suministro. Y tiene que ver también con el acceso a nuestras mentes a través de mentiras que entran en nuestras redes y aceptamos y compartimos cuando confirman nuestros prejuicios o son suficientemente morbosas como para indignarnos o movilizarnos.
Theresa May tiene una papeleta muy difícil en un momento de debilidad interna y externa. Cuenta con un ministro de Exteriores que es rival desleal y al que mantiene en el puesto por que fuera haría más daño que atado al cargo. La UE, a pesar de la pelea del ‘Brexit’, le apoyará, pero no perdonará errores ni abusos. En Estados Unidos, tras la estrafalaria destitución de Tillerson, queda May en manos del capricho ignorante e improvisado de un Trump cuyo desprecio por el Derecho Internacional y los usos diplomáticos es conocido y cuyos oscuros lazos económicos y políticos con Rusia permanecen sin aclarar.
No, quizá Le Carré no se habría atrevido con tanto.
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