Como la columna debe ser breve, siempre quedan temas fuera. Hoy podría haber reflexionado, por ejemplo, sobre porqué España se sitúa en el puesto 36, por debajo de países más pobres, mucho más desiguales, con mucha mayor discriminación de género (o social o de minorías, sean lingüísticas, nacionales o sexuales), con peor acceso a la salud, con mayor desempleo, con menor esperanza de vida, con mayor desprotección social, con mayor corrupción o que directamente viven situaciones de conflictivo. Curioso, ¿verdad? (Yo tengo mi teoría, pero es de sociología de café, sin fundamento alguno, de modo que la dejo para la charla informal con quien me invite a ese café, que también puede sustituirse por una cerveza o un vino)
Y eso sí: se pueda o no medir, ¡feliz día!
MEDIR LA FELICIDAD
ESTA semana se ha presentado la edición 2018 del Informe Mundial de Felicidad, con su listado que clasifica los países por su grado de felicidad. El País nos habla del “Informe Anual de la Felicidad de la ONU”;El Mundo, del “informe de la ONU”;La Vanguardia, del “informe elaborado por Naciones Unidas”. Otros medios reproducen la nota de prensa de Europa Press que dice “Finlandia es el país más feliz del mundo, según un informe de la ONU”. Todos ellos se refieren a la ONU como autora.
Pero la ONU ni elabora, ni presenta, ni avala este informe. Suele ser necesaria cierta prevención ante titulares del tipo “la ONU dice”, “según la ONU” y similares. Muchas veces son incorrectos. En mis clases animo a los estudiantes a buscar en estos casos la fuente original. Este informe es un estudio privado, de organizaciones muy potentes, pero no de la ONU. Se inició hace unos años para desarrollar un concepto propuesto en un grupo de trabajo de la ONU por algunos expertos a raíz de la propuesta de Bután. A muchos, esta aclaración les puede parecer puntillosa, tal vez lo sea, solo quería despertar su espíritu de sospecha crítica.
El caso es que Finlandia es el primero de la lista, seguido por Noruega, Dinamarca, Islandia, Suiza, Holanda, Canadá, Nueva Zelanda, Suecia y Australia.
El medidor de felicidad recoge algunos indicadores objetivos y otros de percepción, tales como el nivel económico, la esperanza de vida saludable, la generosidad, el apoyo del entorno social, las libertades para gobernar nuestra vida y el impacto de la corrupción.
Algunos refutan que si el suicidio es un extremo opuesto a la felicidad, sorprende que entre los primeros por felicidad haya no pocos con altas tasas de suicidios. Yo iría más al fondo. No voy a cuestionar los indicadores, la forma de integrarlos o los resultados clasificatorios. Simplemente creo que la felicidad no es un criterio que pueda clasificar o dirigir políticas públicas.
Cierto que la Declaración de Independencia de EE.UU. hablaba de “derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Pero el derecho ahí era a perseguir la felicidad, no a disfrutarla: lo primero es una responsabilidad pública, lo segundo es una tarea personal en la que el Estado ni puede ni debe entrar. Lo que corresponde a la esfera de lo público es el establecimiento de las condiciones mínimas de libertad, servicios, igualdad y oportunidades que nos permitan construir nuestra felicidad, si queremos o sabemos. Cómo cada uno la busca y con qué éxito, o si por el contrario con sus decisiones se empeña en alejarse de ella, es algo que corresponde a la esfera de sus responsabilidades personales. Yo prefiero medidores modestos como el Índice de Desarrollo Humano.
Denos a la sociedad las oportunidades de desplegar nuestras capacidades para construir nuestros sueños y déjese que la felicidad cada uno la persiga (o la espante) como quiera.
Por cierto, que sean ustedes muy felices este fin de semana, lo pueda o no medir este o cualquier otro índice.
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