Hoy el diario DEIA me publica un artículo titulado (un tanto provocativamente) "Contra el nudismo forzoso (pero a favor de la transparencia)"
Como en la edición digital del diario no se puede acceder al artículo íntegro de forma gratuita, os copio aquí el texto:
CONTRA EL NUDISMO FORZOSO (PERO A FAVOR DE LA TRANSPARENCIA)
La publicación de las declaraciones de bienes en la página
web de las Juntas supone, según la institución nos dice con satisfacción, “solo
un primer paso hacia la implantación de un futuro portal de la transparencia
(…) contamos con un Reglamento aprobado por unanimidad de todos los grupos con
el reto de propiciar unas Juntas Generales sentidas como propias por toda la
ciudadanía. Una Juntas Generales más cercanas, abiertas, ágiles y
transparentes”.
Esta publicación del patrimonio personal de los junteros
puede parecer a primera vista una ejemplar muestra de transparencia, cercanía y
buen gobierno. Pero hay algo en todo ello que no termina de gustarme. Esta publicidad
es producto, creo yo, de un deficiente –por bien intencionado que sea-
entendimiento de lo que es la transparencia. No sólo no creo que esta
información fomente la verdadera transparencia, sino que me temo puede llegar a
ser contraproducente a los efectos de acercar o abrir la política a la
sociedad.
Entiendo por supuesto los motivos de la cosa. Tras unos años
de numerosos escándalos de corrupción en España, a cual más indignante, se necesitan
reacciones llamativas. Pero no todas las medidas que se pueden adoptar son necesariamente
acertadas: muchas los son, otras en cambio parecen como subidas de tono o sobreactuadas.
Ningún partido puede, sin embargo, apartarse de esta marea y todos deben
apuntarse, a riesgo en caso contrario de resultar antipático, impopular o sospechoso
de querer ocultar algo.
El antónimo político de la corrupción no es tanto la limpieza
como la transparencia. Transparencia es claridad, publicidad, accesibilidad y
sencillez de la información sobre lo público, sobre los planes, los proyectos,
las adjudicaciones, los contratos, las reuniones, los lobbies, los pasillos, las cortesías y los regalos. Es la
información abierta sobre el destino de cada céntimo de euro público, su impecable
trazabilidad, y sobre el quehacer de los servidores públicos en su tiempo de
trabajo y en el ejercicio de sus funciones (no en su tiempo libre ni en su vida
privada). Por eso se nos debía información sobre la entrevista del Ministro de
Interior con Rodrigo Rato, pero no sobre su plan de vacaciones familiares.
Lamentablemente esto de la transparencia es poco efectista,
más bien discreto y parece que necesitamos algo más aparatoso, más vestido en
tonos chillones. Frente a los límites aburridos y trabajosos de la
transparencia, resuelta más vistoso reclamar el desnudo integral del político
como persona, que muestre su patrimonio familiar y que demuestre así su
inocencia manchada ya de antemano por nuestra farisaica y generalizada sospecha.
Algún día sería bueno hablar del valor de la confianza como
virtud pública. Lo apunto para otro día.
La transparencia no asegura por completo que no se producirá
ningún caso de corrupción. Pero esto, con ser una limitación, no es malo, es como
tiene que ser. La política es un sistema humano y como tal es imperfecto. La
democracia de verdad tiende a ser sosa, modesta y discreta, como muy vestida de
diario, en ropa de labor, con algunos lamparones de vez en cuando, poco a dada,
salvo en desgraciados tiempos de emergencia que no envidiamos, a las estrellas
y los héroes.
Ni más ni menos que en el funcionariado, el profesorado o el
conjunto de los panaderos, de los dentistas o de los perceptores de ayudas
sociales, siempre puede haber en un sistema de transparencia un político que
incumpla las normas y se aproveche de la buena fe o del buen hacer del conjunto
de sus colegas. La transparencia en lo público no nos garantiza que no se dará
ningún caso de corrupción, pero lo desincentiva de manera muy efectiva: simplemente
hace ese comportamiento más difícil y más arriesgado, consecuentemente lo hace
más infrecuente, más excepcional, y, si se da el caso, permite su persecución
más fácil y rápida, sin necesidad de partir de la desconfianza sistemática.
Este sistema puede parecer insuficiente, de hecho resulta
imperfecto, como lo es todo lo humano, como lo es la democracia cuando queda
exenta de populismos, de demagogias y declaraciones altisonantes.
Por parecer insatisfactorio, demandamos medidas de apariencia
de transparencia más llamativas, como exigir a los políticos un desnudo
integral y de paso, si es posible, también el de su familia.
Nos dicen que es una medida ejemplar demandada por la
ciudadanía, pero yo creo que no es de nuestra incumbencia la marca ni el valor
del coche del juntero o del parlamentario o del consejero. No nos debe importar
si su tío en América le dejó fortuna o si tiene acciones del Banco de Sabadell.
Nos deben interesar sus ideas, sus planes, sus capacidades, su trayectoria, su
experiencia, sus iniciativas parlamentarias, su posición en cada debate, sus
decisiones en el marco sus tareas públicas, no si el apartamento en el que ha
pasado este agosto con su familia es propio, alquilado o de los suegros.
Al político le son exigibles cuentas de hasta el último
céntimo de dinero público que le pase por delante, todo gasto, dieta o traslado.
Se nos debe información del dinero que ingresan en concepto de nómina u otros,
cosa que ya es pública desde hace tiempo. Pero una vez ingresado ese dinero en
su cuenta, qué hace cada uno con ello, mientras sea legal, es de exclusivo
interés suyo y de su familia. Exactamente como en tu caso, amigo lector, y en
el mío.
Una curiosa deriva de este ejercicio de nudismo obligatorio
es que de pronto puede parecer que la escasez de patrimonio personal resulta
ser de algún mérito político. Lo hemos visto en Extremadura, donde los
parlamentarios de un grupo político nos publicitan su ausencia de patrimonio
como si fuera garante de nobleza, de limpieza o de fiabilidad. Discrepo. No
creo que por principio esté más capacitado para hacer política limpia ni que
resulte más íntegro quien tenga un coche barato que quien tenga uno caro, el
que cobró menos por su trabajo que el que cobró más, el que estuvo en el paro
que el que trabajó, el que no ahorró (porque no pudo o porque no supo o porque
no quiso) que el que ahorró o invirtió su dinero. Parece como si ahora compitiéramos
presumiendo a quién le queda más préstamo aún por pagar, quién tiene el coche
más modesto o quién tiene menos propiedades. Pero no resulta necesariamente más
honesto, ni más moral, ni mejor político, ni siquiera más cercano o más
sensible, quien tiene menos.
Por eso digo que este ejercicio de supuesta transparencia
puede resultar contraproducente. No sólo porque nos desorienta de lo que en
realidad es la transparencia, sino que puede enviar señales erróneas. Puede
alejar de la política a quienes no quieren desnudar su vida y su patrimonio familiar
a los ojos de sus vecinos. Y no querer enseñarlo todo, no significa tener algo
que ocultar, salvo tal vez a los ojos de los torquemadas totalitarios y de los
robespierres de barra de bar. No querer desnudarse no significa ser sospechoso,
no debería inhabilitar para la política. Significa sin más no querer mostrar al
público tus asuntos privados: algo a lo que todos, incluidos los políticos, tenemos
derecho. Uno no debería perder ese derecho por entrar en política, de la misma
forma que no lo pierde al entrar en la judicatura o al ganar una plaza de catedrático
de instituto.
No deberíamos obligar a nuestros políticos a hacer nudismo.
Quien quiera que lo haga y lo disfrute, por supuesto, pero en política también debería
haber lugar para quienes este agosto han preferido el bañador, el pareo o incluso
la camiseta puesta, por aquello de proteger la piel.
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